Fue el gran
impulsor y propagador de la Orden Cisterciense y el hombre más importante del siglo XII
en Europa.
Fundador del
Monasterio Cisterciense del Claraval y de muchos otros.
Nació en Borgoña
(Francia) en el año 1.090, en el Castillo Fontaines-les-Dijon. Sus padres eran los
señores del Castillo y fue educado junto a sus siete hermanos como correspondía a la
nobleza, recibiendo una excelente formación en latín, literatura y religión.
San Bernardo es,
cronológicamente, el último de los Padres de la Iglesia, pero es uno de los que más
impacto ha tenido en ella.
Fue declarado Santo
en 1.173 por el Papa Alejandro III. Posteriormente, fue declarado Doctor de la Iglesia.
Hoy quisiera hablar sobre san Bernardo de Claraval, llamado
el “último de los Padres” de la Iglesia, porque en el siglo XII, una vez más,
renovó e hizo presente la gran teología de los padres. No conocemos en detalle
los años de su juventud; sabemos con todo que él nació en 1090 en Fontaines, en
Francia, en una familia numerosa y discretamente acomodada.
De jovencito, se prodigó en el estudio de las llamadas artes
liberales – especialmente de la gramática, la retórica y la dialéctica – en la
escuela de los Canónicos de la iglesia de Saint-Vorles, en Châtillon-sur-Seine,
y maduró lentamente la decisión de entrar en la vida religiosa. En torno a los
veinte años entró en Cîteaux (Císter, n.d.t.), una fundación monástica nueva,
más ágil respecto de los antiguos y venerables monasterios de entonces y, al
mismo tiempo, más rigurosa en la práctica de los consejos evangélicos.
Algunos años más tarde, en 1115, Bernardo fue enviado por
san Esteban Harding, tercer Abad del Císter, a fundar el monasterio de Claraval
(Clairvaux). El joven abad, tenía sólo 25 años, pudo aquí afinar su propia
concepción de la vida monástica, y empeñarse en traducirla en la práctica.
Mirando la disciplina de otros monasterios, Bernardo reclamó con decisión la
necesidad de una vida sobria y mesurada, tanto en la mesa como en la
indumentaria y en los edificios monásticos, recomendando la sustentación y el
cuidado de los pobres. Entretanto la comunidad de Claraval era cada vez en más
numerosa, y multiplicaba sus fundaciones.
En esos mismos años, antes de 1130, Bernardo emprendió una
vasta correspondencia con muchas personas, tanto importantes como de modestas
condiciones sociales. A las muchas Cartas de este periodo hay que añadir los
numerosos Sermones, como también Sentencias y Tratados. Siempre a esta época
asciende la gran amistad de Bernardo con Guillermo, abad de Saint-Thierry, y
con Guillermo de Champeaux, una de las figuras más importantes del siglo XII.
Desde 1130 en adelante empezó a ocuparse de no pocos y graves cuestiones de la
Santa Sede y de la Iglesia.
Por este motivo tuvo que salir más a menudo de su
monasterio, e incluso fuera de Francia. Fundó también algunos monasterios
femeninos, y fue protagonista de un vivo epistolario con Pedro el Venerable,
abad de Cluny, sobre el que hablé el pasado miércoles. Dirigió sobre todo sus
escritos polémicos contra Abelardo, un gran pensador que inició una nueva forma
de hacer teología, introduciendo sobre todo el método dialéctico-filosófico en
la construcción del pensamiento teológico.
Otro frente contra el que Bernardo luchó fue la herejía de
los Cátaros, que despreciaban la materia y el cuerpo humano, despreciando, en
consecuencia, al Creador. Él, en cambio, se sintió en el deber de defender a
los judíos, condenando los cada vez más difundidos rebrotes de antisemitismo.
Por este último aspecto de su acción apostólica, algunas decenas de años más
tarde, Ephraim, rabino de Bonn, dedicó a Bernardo un vibrante homenaje.
En ese mismo periodo el santo abad escribió sus obras más
famosas, como los celebérrimos Sermones sobre el Cantar de los Cantares. En los
últimos años de su vida – su muerte sobrevino en 1153 – Bernardo tuvo que
limitar los viajes, aunque sin interrumpirlos del todo. Aprovechó para revisar
definitivamente el conjunto de las Cartas, de los Sermones y de los Tratados.
Merece mencionarse un libro bastante particular, que terminó precisamente en
este periodo, en 1145, cuando un alumno suyo, Bernardo Pignatelli, fue elegido
Papa con el nombre de Eugenio III.
En esta circunstancia, Bernardo, en calidad de Padre
espiritual, escribió a este hijo espiritual el texto De Consideratione, que
contiene enseñanzas para poder ser un buen Papa. En este libro, que sigue
siendo una lectura conveniente para los Papas de todos los tiempos, Bernardo no
indica sólo como ser un buen Papa, sino que expresa también una profunda visión
del misterio de la Iglesia y del misterio de Cristo, que se resuelve, al final,
con la contemplación del misterio de Dios trino y uno: “”Debería proseguir aún
la búsqueda de este Dios, que aún no ha sido bastante buscado”, escribe el
santo abad “pero quizás se puede buscar y encontrar más fácilmente con la
oración que con la discusión.
Pongamos por tanto aquí término al libro, pero no
a la búsqueda” (XIV, 32: PL 182, 808), a estar en camino hacia Dios.
Quisiera detenerme sólo en dos aspectos centrales de la rica
doctrina de Bernardo: estos se refieren a Jesucristo y a María Santísima, su
Madre. Su solicitud por la íntima y vital participación del cristiano en el
amor de Dios en Jesucristo no trae orientaciones nuevas en el estatus
científico de la teología. Pero, de forma más decidida que nunca, el abad de
Claraval configura al teólogo con el contemplativo y el místico.
Sólo Jesús – insiste Bernardo ante los complejos razonamientos
dialécticos de su tiempo – solo Jesús es "miel en la boca, cántico en el
oído, júbilo en el corazón (mel in ore, in aure melos, in corde iubilum)".
De aquí proviene el título, que se le atribuye por tradición, de Doctor
mellifluus: su alabanza de Jesucristo “se derrama como la miel”. En las
extenuantes batallas entre nominalistas y realistas – dos corrientes
filosóficas de la época – el abad de Claraval no se cansa de repetir que sólo
hay un nombre que cuenta, el de Jesús Nazareno. "Árido es todo alimento
del alma", confiesa, "si no es rociado con este aceite; es insípido,
si no se sazona con esta sal. Lo que escribes no tiene sabor para mí, si no leo
en ello Jesús”.
Y concluye: “Cuando discutes o hablas, nada tiene sabor para
mí, si no siento resonar el nombre de Jesús” (Sermones en Cantica Canticorum
XV, 6: PL 183,847). Para Bernardo, de hecho, el verdadero conocimiento de Dios
consiste en la experiencia personal, profunda, de Jesucristo y de su amor. Y
esto, queridos hermanos y hermanas, vale para todo cristiano: la fe es ante
todo encuentro personal íntimo con Jesús, es hacer experiencia de su cercanía,
de su amistad, de su amor, y sólo así se aprende a conocerle cada vez más, a
amarlo y seguirlo cada vez más. ¡Que esto pueda sucedernos a cada uno de nosotros!
En otro célebre sermón del domingo dentro de la octava de la
Asunción, el santo abad describió en términos apasionados la íntima
participación de María en el sacrificio redentor de su Hijo. “¡Oh santa Madre,
- exclama - verdaderamente una espada ha traspasado tu alma!... Hasta tal punto
la violencia del dolor ha traspasado tu alma, que con razón te podemos llamar
más que mártir, porque en ti la participación en la pasión del Hijo superó con
mucho en su intensidad los sufrimientos físicos del martirio” (14: PL
183,437-438).
Bernardo no tiene dudas: "per Mariam ad Iesum", a
través de María somos conducidos a Jesús. Él confirma con claridad la
subordinación de María a Jesús, según los fundamentos de la mariología
tradicional. Pero el cuerpo del Sermón documenta también el lugar privilegiado
de la Virgen en la economía de la salvación, dada su particularísima
participación como Madre (compassio) en el sacrificio del Hijo. No por
casualidad, un siglo y medio después de la muerte de Bernardo, Dante Alighieri,
en el último canto de la Divina Comedia, pondrá en los labios del Doctor
melifluo la sublime oración a María: “Virgen Madre, hija de tu Hijo/ humilde y
más alta criatura/ término fijo de eterno consejo,..." (Paraíso 33, vv.
1ss.).
Estas reflexiones, características de un enamorado de Jesús
y de María como san Bernardo, provocan aún hoy de forma saludable no sólo a los
teólogos, sino a todos los creyentes. A veces se pretende resolver las
cuestiones fundamentales sobre Dios, sobre el hombre y sobre el mundo, con las
únicas fuerzas de la razón. San Bernardo, en cambio, sólidamente fundado en la
Biblia y en los Padres de la Iglesia, nos recuerda que sin una profunda fe en
Dios, alimentada por la oración y por la contemplación, por una relación íntima
con el Señor, nuestras reflexiones sobre los misterios divinos corren el riesgo
de ser un vano ejercicio intelectual, y pierden su credibilidad.
La teología reenvía a la “ciencia de los santos”, a su
intuición de los misterios del Dios vivo, a su sabiduría, don del Espíritu
Santo, que son punto de referencia del pensamiento teológico. Junto a Bernardo
de Claraval, también nosotros debemos reconocer que el hombre busca mejor y
encuentra más fácilmente a Dios “con la oración que con la discusión”. Al
final, la figura más verdadera del teólogo sigue siendo la del apóstol Juan,
que apoyó su cabeza sobre el corazón del Maestro.
Quisiera concluir estas reflexiones sobre san Bernardo con
las invocaciones a María, que leemos en su bella homilía: “En los peligros, en
las angustias, en las incertidumbres – dice – piensa en María, invoca a María.
Que Ella no se aparte nunca de tus labios, que no se aparte
nunca de tu corazón; y para que obtengas la ayuda de su oración, no olvides
nunca el ejemplo de su vida. Si tu la sigues, no puedes desviarte; si la rezas,
no puedes desesperar; si piensas en ella, no puedes equivocarte.
Si ella te sostiene, no caes; si ella te protege, no tienes
que temer; si ella te guía, no te cansas; si ella te es propicia, llegarás a la
meta...” (Hom. II super “Missus est”, 17: PL 183, 70-71).
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