Jesús iba camino de Jerusalén, es decir, camino de su
entrega por amor en la Cruz, y esa suprema lección venía precedida de una
enseñanza itinerante por ciudades y aldeas, que, a tenor de lo que leemos hoy,
estaba abierta a la participación de la gente. Jesús habla, pero también
escucha, enseña, pero también se deja abordar por sus oyentes. La que centra
hoy nuestra atención es una pregunta clásica, una de esas que nunca quedan
contestadas del todo, y que, por eso, reaparece siempre, en cada época y
cultura. Hay una fuerte tendencia a proyectar sobre la pregunta las convicciones
y los prejuicios de cada momento histórico (anticipando así la respuesta). Por
ejemplo, hubo tiempos, no tan lejanos (algunos hasta tal vez los recuerden) en
que se aseguraba que serán pocos los que se salven. Una aguda conciencia del
pecado, que se extiende por doquier, más un cierto rigorismo moral, llevan a la
convicción de que la salvación es un asunto demasiado caro, accesible a pocos:
“Es tan caro el rescate de la vida, que nunca les bastará para vivir
perpetuamente sin bajar a la fosa” (Sal 48, 9-10).
Sin embargo, aunque se esté
de acuerdo en que la salvación es algo que el hombre no puede alcanzar por sus
solas fuerzas (“para los hombres es imposible”), sabemos que es un don de Dios,
que Él ofrece sin condiciones: “para Dios todo es posible” (Mt 19, 26). Cuando
se subraya la misericordia de Dios, dejando en penumbra la responsabilidad
humana, se invierte el platillo de la balanza, y se tiende a afirmar que la
salvación es accesible al margen de lo que hagamos o dejemos de hacer, hasta el
extremo de defender la “apocatástasis” (doctrina que enseña que llegará un
tiempo en que todas las criaturas libres compartirán la gracia de la salvación,
incluidos los demonios y las almas de los réprobos). Tal sucede en nuestros
tiempos, en los que, pese a que muchos han dejado de creer en la salvación, al
perderse también la noción de pecado, existe una fuerte inclinación a desechar
cualquier idea de castigo a causa de una culpa responsable. Entre estas
opiniones extremas, pueden encontrarse posiciones intermedias para todos los
gustos.
Y como viene siendo habitual, hoy traemos las reflexiones de
tres religiosos que nos hablan en nuestro idioma, del Evangelio de San Lucas,
en este Domingo XXI del Tiempo Ordinario - Ciclo "C"- .
Lectura
del santo evangelio según san Lucas (13,22-30):
En aquel tiempo, Jesús, de camino hacia Jerusalén, recorría
ciudades y aldeas enseñando. Uno le preguntó: «Señor, ¿serán pocos los que se
salven?»
Jesús les dijo: «Esforzaos en entrar por la puerta estrecha.
Os digo que muchos intentarán entrar y no podrán. Cuando el amo de la casa se
levante y cierre la puerta, os quedaréis fuera y llamaréis a la puerta,
diciendo: "Señor, ábrenos"; y él os replicará: "No sé quiénes
sois." Entonces comenzaréis a decir. "Hemos comido y bebido contigo,
y tú has enseñado en nuestras plazas." Pero él os replicará: "No sé
quiénes sois. Alejaos de mí, malvados." Entonces será el llanto y el
rechinar de dientes, cuando veáis a Abrahán, lsaac y Jacob y a todos los
profetas en el reino de Dios, y vosotros os veáis echados fuera. Y vendrán de
oriente y occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la mesa en el reino
de Dios. Mirad: hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos.»
Palabra del Señor
COMENTARIO
Las Lecturas de este Domingo nos recuerdan nuestro camino al
Cielo. El Señor nos habla en el Evangelio (Lc. 13, 22-30) de la “puerta
estrecha” que lleva al Cielo ... y de los que quedarán fuera.
El comentario de Jesús se da a raíz de una pregunta que le
hace alguien durante una de sus enseñanzas, mientras iba camino a Jerusalén.
“Señor: ¿es verdad que son pocos los que se salvan?” Y Jesús “pareciera” que no
responde directamente sobre el número de los salvados. Pero con su respuesta nos
da a entender varias cosas.
Primero: que hay que esforzarse por llegar al Cielo. Nos
dice así: “Esfuércense por entrar por la puerta, que es angosta”. Lo segundo
que vemos es que la puerta del Cielo es “angosta”. Además nos dice que “muchos
tratarán de entrar (al Cielo) y no podrán”.
Sobre cómo es el camino y la puerta del Cielo y cómo es el
camino y la puerta del Infierno, y sobre el número de los salvados, hay otro
texto evangélico similar y complementario de éste, en el que nos dice así el
Señor:
“Entren por la puerta angosta, porque la puerta ancha y el
camino amplio conducen a la perdición, y muchos entran por ahí. Angosta es la
puerta y estrecho el camino que conducen a la salvación, y pocos son los que
dan con él” (Mt. 7, 13-14).
O sea que, según estas palabras de Jesucristo, es fácil
llegar al Infierno y muchos van para allá ... y es difícil llegar al Cielo y
pocos llegan allí.
Con razón nos dice el Señor que necesitamos esforzarnos. Y
... ¿en qué consiste ese esfuerzo? El esfuerzo consiste en buscar y en hacer
solamente la Voluntad de Dios. Y esto que se dice tan fácilmente, no es tan
fácil. Y no es tan fácil, porque nos gusta siempre hacer nuestra propia
voluntad y no la de Dios.
Hacer la Voluntad de Dios es no tener voluntad propia. Es
entregarnos enteramente a Dios y a sus planes y designios para nuestra vida. Es
aún más: hacer la Voluntad de Dios es ceñirnos a los criterios de Dios ... y no
a los nuestros. Es decirle al Señor, no cuáles son nuestros planes para que El
nos ayude a realizarlos, sino más bien preguntarle: “Señor ¿qué quieres tú de
mí”. Es más bien decirle: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu Voluntad. Haz
conmigo lo que Tú quieras”.
Y... ¿oramos así al Señor? Si oramos así y si actuamos así,
estamos realizando ese esfuerzo que nos pide el Señor para poder entrar por la
“puerta angosta” del Cielo.
Pero si no buscamos la Voluntad de Dios, si no cumplimos con
sus Mandamientos, si lo que hacemos es tratar de satisfacer los deseos propios
y la propia voluntad, podemos estar yéndonos por el camino fácil y ancho que no
lleva al Cielo, sino al otro sitio.
Y... ¿cómo es ese otro sitio? Aunque en este texto del
Evangelio que hemos leído hoy, Jesús no nombra directamente ese otro sitio con
el nombre de “Infierno”, sí nos da a entender cómo será. Además, es bueno saber
que Jesucristo lo nombra de muchas maneras, en muchas otras ocasiones.
Y es bueno saber que el Infierno es una de las verdades de
nuestra Fe Católica que está apoyada por el mayor número de citas bíblicas. A
veces el Señor lo llama fuego, a veces fuego eterno o abismo, oscuridad,
tinieblas, etc.
En el caso del Evangelio de hoy, lo describe simplemente
como “ser echado fuera”. Y describe, además, cómo será el rechazo de Dios hacia
los que “han hecho el mal”. Dirá así el Señor a los que han obrado mal: “Yo les
aseguro que no sé quiénes son ustedes. Apártense de mí todos ustedes, los que
han hecho el mal”. Y concluye diciendo cómo será la reacción de los malos:
“Entonces llorarán ustedes y se desesperarán”.
En la Fiesta de la Asunción de la Santísima Virgen María al
Cielo la semana pasada, recordábamos el misterio de nuestra futura inmortalidad
y de lo que nos espera en la otra Vida. Este Evangelio de hoy nos lleva a lo
mismo: nos lleva a reflexionar sobre nuestro destino final para la eternidad.
Los seres humanos nacemos, crecemos y morimos. De hecho,
nacemos a esta vida terrena para morir; es decir, para pasar de esta vida a la
Vida Eterna. Así que la muerte no es el fin de la vida, sino el paso a la Vida
Eterna, el comienzo de la Verdadera Vida … si transitamos “el camino estrecho”
de que nos habla el Señor en el Evangelio.
Nuestro destino para toda la eternidad queda definido en el
instante mismo de nuestra muerte. En ese momento nuestra alma, que es inmortal,
se separa de nuestro cuerpo e inmediatamente es juzgada por Dios, en lo que se
denomina el Juicio Particular.
Y ¿qué es el Juicio Particular? El Juicio Particular que
sucede simultáneamente con nuestra muerte, consiste en una iluminación
instantánea que el alma recibe de Dios, mediante la cual ésta sabe su destino
para la eternidad, según sus buenas y malas obras.
La puerta ancha y la puerta estrecha se refieren a las
opciones eternas que tenemos para la otra vida: el Infierno y el Cielo. Sin
embargo, hay una tercera opción -el Purgatorio- que no es eterna: las almas que
allí van pasan posteriormente al Cielo, después de ser purificadas, pues nadie
puede entrar al Cielo sin estar totalmente limpio. (cf. Ap. 21, 27).
¿Cómo es el Infierno? Es un estado y un lugar de castigo
eterno donde van las almas que se han rebelado contra Dios y que mueren en esa
actitud. La más horrenda de las penas del Infierno es la pérdida definitiva y
para siempre del fin para el cual hemos sido creados: el gozo de la presencia
de Dios.
¿Cómo es el Cielo? Es un estado y un lugar de felicidad
perfecta y eterna donde van las almas que han obrado conforme a la Voluntad de
Dios en la tierra y que mueren en estado de gracia y amistad con Dios, y
perfectamente purificadas.
Sepamos que el Cielo es la meta para la cual fuimos creados,
pues Dios desea comunicarnos su completa y perfecta felicidad llevándonos al
Cielo. Sin embargo, lograr una descripción adecuada del Cielo es imposible. Y
es imposible porque los seres humanos somos limitados para comprender y describir
lo ilimitado de Dios.
Fíjense en una cosa: el día de nuestro nacimiento nacemos a
la vida terrena ... y llegar al Cielo es nacer a la gloria eterna. Nuestra alma
al presentarse al Cielo tiene un solo pensar, un solo sentimiento: el Amor de
Dios. Y como el Amor de Dios es Infinito, es entonces, el amor más grande que
podamos sentir. Y ese Amor Infinito de Dios nos atrae de una manera tan intensa
que sólo eso deseamos. En efecto, en el Cielo amaremos a Dios con todas
nuestras fuerzas y El nos amará con su Amor que no tiene límites. El Amor de
Dios es el Amor más intenso y más agradable que podamos sentir. Es muchísimo
más que todo lo que nuestro corazón ha anhelado siempre. En el Cielo ya no
desearemos, ni necesitaremos nada más, pues el Cielo es la satisfacción
perfecta de nuestro anhelo de felicidad.
Sin embargo, el Cielo es realmente indescriptible,
inimaginable, inexplicable. Es infinitamente más de todo lo que tratemos de
imaginarnos o intentemos describir. Por eso San Pablo, quien según sus escritos
pudo vislumbrar el Cielo, sólo puede decir que “ni el ojo vio, ni el oído
escuchó, ni el corazón humano puede imaginar lo que tiene Dios preparado para
aquéllos que le aman”(1 Cor. 2, 9).
En la Segunda Lectura (Hb. 12, 5-7 y 11-13) San Pablo nos
habla de cómo Dios nos corrige y cómo debemos aprovechar esas correcciones del
Señor:
“No desprecies la corrección del Señor, ni te desanimes
cuando te reprenda. Porque el Señor corrige a los que ama y da azotes a sus
hijos predilectos”. Nos recuerda que Dios es Padre y que todos los padres
corrigen a sus hijos. Es cierto que ninguna corrección nos hace alegres, pero
después pueden verse los frutos: “frutos de santidad y de paz”. Y los frutos
deben alegrarnos.
Pero a veces nos comportamos incorrectamente ante las
correcciones de Dios. Cuando nos cae una desgracia o sufrimos un accidente o
una enfermedad, enseguida pensamos “¿por qué yo?”. Y creemos que Dios nos está
castigando.
En realidad lo que denominamos “castigos” de Dios son más
bien llamadas suyas para seguirle en medio de las circunstancias que El tenga
dispuestas para cada uno de nosotros.
Y El, que es infinitamente sabio, sabe lo que mejor nos
conviene a cada uno. Y lo que nos conviene y lo que verdaderamente importa es
nuestra salvación eterna: entrar por el camino estrecho.
Cuando pensamos en que Dios nos castiga es porque perdemos
de vista lo que es nuestra meta, perdemos de vista hacia dónde vamos mientras
vivimos aquí en la tierra: vamos hacia la eternidad. Nos olvidamos de la otra
vida, la que nos espera después de la muerte.
Pero es muy importante tener en cuenta que Dios no castiga ni
premia plenamente en esta vida. Dios premia o castiga plenamente en la vida que
nos espera después de morir.
De allí que el verdadero castigo de Dios sea perderlo para
siempre. En eso consiste la condenación eterna, el camino ancho. Y, en
realidad, no es Dios quien nos condena: somos nosotros mismos los que decidimos
condenarnos, porque queremos estar en contra de Dios.
Así que lo que llamamos “castigos” de Dios, son correcciones
de un Padre que nos ama, son regalos que nos El da con miras a la Vida Eterna.
Pueden bien ser advertencias que El nos hace para que tomemos el camino
correcto, para que nos volvamos hacia El, para que nos enrumbemos hacia la
salvación y no hacia la condenación.
La Primera Lectura (Is. 66, 18-21) nos habla de que Dios ha
llamado a hombres de todas las naciones, de todas las razas, de todas las
lenguas. No hay excepción. De lejos y de cerca, de todas partes. La salvación
es una llamada universal, no sólo para los judíos. Esto conecta con el final
del Evangelio: “Vendrán muchos de oriente y del poniente, del norte y del sur,
y participarán en el banquete del Reino de Dios”. Todos están llamados:unos
aceptan a Dios, otros no. Unos serán primeros y otros serán últimos.
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