domingo, 27 de noviembre de 2011

Que estemos en vela y alerta !! (Evangelio dominical)


Hoy comenzamos un nuevo Año Litúrgico (Ciclo “B”). La Iglesia ha ordenado las Lecturas de los Domingos en tres ciclos: A, B y C, de manera que cada uno de los ciclos se repite cada tres años. Es por ello que las Lecturas de este Ciclo “B” que hoy comenzamos no son las mismas que las del Primer Domingo de Adviento del año pasado.
Es así como en tres años de Lecturas dominicales, los fieles pueden tener una idea bastante completa -sin llegar a ser total- de la historia de la salvación contenida en la Sagrada Escritura.
Y el Año Litúrgico comienza con el Tiempo de Adviento. Hoy es el Primer Domingo de Adviento, tiempo de espera para la venida de Cristo... Y tiempo de espera significa tiempo de preparación para esa venida.
Las Lecturas de este tiempo de Adviento nos trasladan a veces a ese gran anhelo de la venida del Mesías que existía en el pueblo de Israel durante el tiempo del Antiguo Testamento. Ellos esperaban a Aquél que vendría para salvar a la humanidad. Vemos tal anhelo en la Primera Lectura del Profeta Isaías (Is. 63, 76-19; 64, 2-7).

Las palabras del Profeta son una súplica llena de urgencia con la que quisiera -por así decirlo- adelantar la venida del Salvador: “Ojalá rasgaras los cielos y bajaras, estremeciendo las montañas con tu presencia”.Ese anhelo, ese grito de los profetas y santos del Antiguo Testamento ya fue satisfecho, pues esa primera venida del Hijo de Dios -su venida histórica- ya tuvo lugar hace más de dos mil años. En efecto, Jesús nació, vivió, sufrió, murió y resucitó en nuestra tierra, en nuestra historia. Y así ha salvado -ha rescatado- a la humanidad que se encontraba perdida en el pecado.Ya la salvación esperada fue realizada por Cristo. Ahora nos toca a nosotros aprovechar la salvación que ya Cristo efectuó.

Hoy como viene siendo habitual para mejor comprensión de La Palabra de Dios, traemos las homilías de tres religiosos en nuestro idioma. Que Dios, Nuestro Señor, les bendiga.


La espera y la esperanza


En el corazón el hombre, de todo hombre, habita un anhelo de bien, de felicidad, de plenitud, en definitiva, de salvación. Este anhelo puede revestirse de los más diversos ropajes, de las ideas y representaciones más dispares, pero, en el fondo, todos deseamos que nos vaya bien, que nuestra vida no se malogre; y esto incluye, naturalmente, que tal suerte abrace también “a los nuestros” (cuyos límites, si bien se piensa, se ensanchan hasta incluir a la humanidad entera). Es una sed de amar y ser amado bajo la que late el secreto deseo de Dios. Podemos racionalizar este deseo de mil formas: confiando en una futura realización fruto del progreso de la humanidad, esa idea tan activa y potente de la época moderna, como indefinida y confusa; o bien, negándolo, diciéndonos (cómo hacen los “postmodernos”) que es una utopía irrealizable y resignándonos a ello.

La fe cristiana (ya desde sus raíces veterotestamentarias) nos dice que ese deseo no es una utopía huera y sin esperanza. Pero nos recuerda también que no es algo que el hombre pueda construir con sus propias y solas fuerzas. La tentación de crear torres de Babel es permanente en la historia humana. Sabemos bien cómo suelen terminar: puesto que una tarea imprescindible para alcanzar la plenitud del bien (el bienestar y la justicia) es la eliminación del mal en todas sus formas, los intentos de realizar la utopía suelen empezar por la tarea de destruir el mal y lo que se consideran sus causas, lo que suele terminar en algún régimen de terror que se dedica sobre todo a destruir a los malvados (a los que la utopía de turno así califica).

Lo que la fe cristiana nos dice es que ese anhelo que habita en el corazón del hombre y que lo sostiene en la dificultad y le hace esperar la superación del mal que le atenaza, es un don de lo alto, un don de Dios, igual que la vida, la libertad y la dignidad humana. ¿Supone esto, acaso, una invitación a la pasividad, a “esperar sentados”? No, en modo alguno. La esperanza cristiana es una espera activa que prohíbe toda pasividad. Jesús lo expresa hoy con una plasticidad insuperable: estar a la espera significa velar; y velar significa realizar con responsabilidad la tarea que se nos ha confiado. Decía Ortega que la vida es quehacer, pues la vida nos da mucho que hacer. Y es verdad. Se nos ha entregado un espacio de responsabilidad y, lo queramos o no, tenemos cosas que hacer. Para vivir con responsabilidad y hacer las cosas que tenemos que hacer, no de cualquier manera, sino “bien”, como se deben hacer, hay que vivir conscientemente, con los ojos abiertos, con el corazón despierto. De esa manera, emerge a nuestra conciencia la tensión de la esperanza que se activa por ese anhelo originario de bien que nos habita por dentro inevitablemente, pero a veces de manera inconsciente, a veces aturdida por el aluvión de las preocupaciones cotidianas, como árboles que nos impiden ver el bosque. La esperanza activa y consciente nos abre los ojos para descubrir que nuestro anhelo de bien y plenitud tiene sentido y, por eso, tienen sentido nuestros esfuerzos y quehaceres cotidianos, que no se limitan a maniobras de distracción para una supervivencia efímera y condenada a la nada.
La Navidad es el rostro concreto de la esperanza cristiana, la respuesta que la fe cristiana ofrece a ese anhelo latente del corazón humano. Pero hemos de tener cuidado. Celebramos litúrgicamente la Navidad, le ponemos fecha, podemos programarla gracias al calendario. Mas lo que la Navidad significa y representa no es posible programarlo a fecha fija. No es posible programar, por ejemplo, la adquisición de la virtud, ni el acontecimiento del amor. Nos haría sonreír con incredulidad si alguien nos dijera que, dadas sus ocupaciones, ha planeado enamorarse justo dentro de un año y medio, y que calcula que en tres años de ejercicios continuados (según las indicaciones de un artículo de las Selecciones del Rider´s Digest) habrá alcanzado la virtud de la paciencia (y, ya puestos, en uno más la de la prudencia). Las dimensiones más importantes de la vida no son el cumplimiento voluntarioso y previsible de un plan, sino un acontecimiento que se hace presente en la vida como un don. Y, sin embargo, no es un don totalmente inesperado: es, por el contrario, aquello que hemos esperado largo tiempo, por lo que nos hemos esforzado poniendo las condiciones para que ese acontecimiento tenga lugar alguna vez, sin que, sin embargo, podamos forzar su advenimiento.

El Señor viene a nuestra vida. La Navidad no es sólo el recuerdo de un hecho histórico sucedido de una vez y para siempre, no es, sobre todo, una efeméride en el calendario. La encarnación del Hijo de Dios en la historia de la humanidad hace unos 2011 años es un acontecimiento que debe suceder de nuevo en la vida de cada uno de nosotros. Cada cual tiene su historia. Aquí no caben esquemas fijos ni fórmulas preconcebidas. Pero sí cabe permanecer en vela, abrir los ojos, purificar el corazón, esforzarse por el bien, elevar al Señor una plegaria, en definitiva, vivir en esa activa esperanza en que una conciencia despierta convierte el anhelo humano de plenitud y felicidad.

Que nadie piense que para él ese acontecimiento está vetado: Dios adquiere rostro humano para todos, y llama a la puerta de cada uno. Y que nadie crea que para él eso ya ha sucedido (pues tiene ya fe y la practica): el que cree haber abierto ya la puerta ha de saber que ese acontecimiento nunca está concluido del todo, y debe realizarse siempre de nuevo a un nivel de mayor profundidad. Pues así como nadie le es a Dios extraño, tampoco puede creer nadie que ya lo conoce o posee suficientemente.

La verdadera esperanza consciente y activa nos libra de la desesperación y de la presunción. La palabra que Jesús nos dirige hoy es una llamada esencial, dirigida al centro del corazón humano, de todo hombre: “Lo que os digo a vosotros lo digo a todos: ¡Velad!”; es decir, no os encerréis en esquemas estrechos y rígidos; no os dejéis amodorrar por la rutina; no seáis prisioneros de vuestras seguridades (ni siquiera de vuestras pretendidas virtudes y buenas obras); no le pongáis puertas al campo, ni queráis encerrar al sol en aerosoles; abríos a dimensiones nuevas, abrid los ojos y el corazón, levantad la cabeza, el horizonte es más grande que vuestra mirada y la medida de vuestros sueños mayor que el recorrido de vuestras piernas.
Que nuestras limitaciones (que tan claramente experimentamos) no nos hagan desesperar de nuestras posibilidades, infinitamente mayores que aquellas, sencillamente por la fuente inagotable de nuestro origen: “Señor, tú eres nuestro padre, nosotros la arcilla y tú el alfarero: somos todos obra de tu mano”.



LA CASA DE JESÚS


Jesús está en Jerusalén, sentado en el monte de Los Olivos, mirando hacia el Templo y conversando confidencialmente con cuatro discípulos: Pedro, Santiago, Juan y Andrés. Los ve preocupados por saber cuándo llegará el final de los tiempos.

A él, por el contrario, le preocupa cómo vivirán sus seguidores cuando ya no le tengan entre ellos. Por eso, una vez más les descubre su inquietud: «Mirad, vivid despiertos». Después, dejando de lado el lenguaje terrorífico de los visionarios apocalípticos, les cuenta una pequeña parábola que ha pasado casi desapercibida entre los
cristianos.
«Un señor se fue de viaje y dejó su casa». Pero, antes de ausentarse, «confió a cada uno de sus criados su tarea». Al despedirse, sólo les insistió en una cosa: «Vigilad, pues no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa». Que cuando venga, no os encuentre dormidos.
El relato sugiere que los seguidores de Jesús formarán una familia. La Iglesia será "la casa de Jesús" que sustituirá a "la casa de Israel". En ella todos son servidores. No hay señores. Todos vivirán esperando al único Señor de la casa: Jesús el Cristo. No lo olvidarán jamás.

En la casa de Jesús nadie ha de permanecer pasivo. Nadie se ha de sentir excluido, sin responsabilidad alguna. Todos son necesarios. Todos tienen alguna misión confiada por él. Todos están llamados a contribuir a la gran tarea de vivir como Jesús
al que han conocido siempre dedicado a servir al reino de Dios.
Los años irán pasando. ¿Se mantendrá vivo el espíritu de Jesús entre los suyos? ¿Seguirán recordando su estilo servicial a los más necesitados y desvalidos? ¿Lo seguirán por el camino abierto por él? Su gran preocupación es que su Iglesia se
duerma. Por eso, les insiste hasta tres veces: «vivid despiertos". No es una recomendación a los cuatro discípulos que lo están escuchando, sino un mandato a los creyentes de todos los tiempos: «Lo que os digo a vosotros, os lo digo a todos: velad».

El rasgo más generalizado de los cristianos que no han abandonado la Iglesia es seguramente la pasividad. Durante siglos hemos educado a los fieles para la sumisión y la obediencia. En la casa de Jesús sólo una minoría se siente hoy con alguna responsabilidad eclesial.

Ha llegado el momento de reaccionar. No podemos seguir aumentando aún más la distancia entre "los que mandan" y "los que obedecen". Es pecado promover el desafecto, la mutua exclusión o la pasividad. Jesús nos quería ver a todos
despiertos, activos, colaborando con lucidez y responsabilidad.


Lectura del santo evangelio según san Marcos (13,33-37):

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Mirad, vigilad: pues no sabéis cuándo es el momento.
Es igual que un hombre que se fue de viaje y dejó su casa, y dio a cada uno de sus criados su tarea, encargando al portero que velara.
Velad entonces, pues no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa, si al atardecer, o a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer; no sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos.
Lo que os digo a vosotros lo digo a todos: ¡Velad!»


Palabra del Señor





COMENTARIO.

Este domingo es el primero de los cuatro domingos de Adviento.La encarnación de Cristo hace siglos es la razón para nuestra celebración de Navidad, pero es un prólogo de su segunda venida. Sin embargo no puede venir al no ser que la humanidad le abra sus corazones. El Adviento es un tiempo para preparar esos corazones nuestros para su venida. Él entra como un bebé en Belén pero también como ‘el amo de la casa’ como en el Evangelio hoy.

Preparamos los regalos y las fiestas para el próximo 25º de diciembre, pero ¿preparamos nuestros corazones para la segunda venida de Cristo? No podemos saber ni cuando ni donde será, pero tenemos esperanza viva. La Biblia lo dice claramente: ‘El Señor no hace tardar su promesa como algunos piensan, pero él es paciente con vosotros, no deseando que cualquiera perezca sino que todos lleguen al arrepentimiento.’ (2ºPt 3:9). Conviene preparar esto.

Somos simplemente un manojo simple de pajas, ¡pero el establo en Belén tampoco era exactamente un hospital de maternidad elegante! Sin embargo Dios escogió nacer allí. Y escogió vivir en la pobreza de Nazaret. Entonces no se sorprendan con su querer venir y vivir en todos nosotros. ¿Podemos presentarle un pesebre limpio? – ¿presentarle corazones limpios? Por eso, el adviento es un tiempo para echar fuera la suciedad y el polvo que el mundo puede haber rociado por encima de nosotros.

¡El cuidado pre-natal moderno (la obstetricia) se mejora bien, y a los estudiantes de medicina como era yo les toca pasar horas aprendiendo ese cuidado, y creo que el Adviento es un tiempo para un cuidado pre-natal espiritual! Un doctor les aconseja a las mujeres embarazadas evitar alcohol y cigarros y asistir a una clase pre-natal. ¡Eso puede ser un aburrimiento en sí mismo, pero después de que el bebé nace, la madre estará muy alegre… ‘saltando de alegría’! De hecho, Jesús usa tal imagen en Juan 16:21: ‘Cuando una mujer está en el tiempo de contracciones, está angustiada porque su hora ha llegado; ¡pero cuando ha dado a nacer a un niño, ya no recuerda el dolor debido a su alegría de que un niño ha nacido en el mundo.’ ¡El Adviento es un tiempo de cuidado pre-natal por el más tremendo de los nacimientos! Dios anhela ver su amor nacer en cada uno de nosotros.

La primera lectura hoy habla de Dios, nuestro Padre, como un alfarero que trabaja la arcilla (Is 64:7). Un trozo de arcilla es sucio y feo, pero un alfarero bueno hace de él un recipiente bonito. ¿Permitiremos a Cristo hacer algo bonito de nosotros? Hay consagración del vino en el cáliz en la misa, ¿pero también permitiremos que nuestros corazones sean los cálices de Dios? ¿Le permitiremos al Amor de Cristo entrar en nosotros? y cuando el sacerdote le pide "Señor, envía tu espíritu sobre este pan y vino", ¿nos presentamos para recibirlo?

Este mundo moderno de abortos y placeres egoístas necesita ayuda. ¿Simplemente evitaremos contribuir al problema o estamos dispuestos a poner esfuerzo en curarlo? Isaías le pide a Dios trabajar el matorral en el fuego (Is 63:1). Eso es pertinente para nuestro mundo ‘frío’. ¿Permitiremos a Dios calentar nuestro amor?

Alguien puso el esfuerzo en conseguir que yo naciera – y tú también, pero ¿pondremos el esfuerzo en el nacimiento de Cristo en el mundo de hoy? Recuerda lo que dijo Jesús a Nicodemo: "Nadie puede ver el reino de Dios sin nacer de nuevo". Nicodemo le dijo, "¿Cómo pudiera una persona envejecida nacer de nuevo? ¡Ciertamente no puede volver al seno de su madre!”. Jesús contestó, “Lo que nace de carne es carne pero lo que nace del espíritu es espíritu. No te asombres de que yo te diga, 'Tienes que nacer de nuevo'. El viento sopla dónde quiere, y puedes oír el sonido que hace, pero no sabes ni de donde viene ni a donde va. Así es con todos los que nacen del Espíritu".... 17 Dios no envió a su Hijo para condenar el mundo, sino para que el mundo sea salvado por él.”' (Jn 3:3-8, 17).

Consigamos renacer para Navidad. ¡El propio Cristo quiere venir y Él necesita que le dejemos entrar. ¡Que estemos ‘en vela y alerta’! Maranata! Ven Señor!











Fuentes:
Iluminación Divina
Familia Misionera Verbum Dei
José María Vegas, cmf
José A. Pagola
Ángel Corbalán

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