sábado, 5 de noviembre de 2011

"Velad, porque no sabéis el día ni la hora" (Evangelio dominical)


Hoy celebramos el domingo XXXII del Tiempo ordinario, en el Evangelio de Sn Mateo, Jesús, nos presenta una Parábola, la de las virgenes necias y las prudentes. De esto, la prudencia, en estos días se ha hablado mucho en todos los medios de comunicación, a propósito de la crisis económica. Pero, prudencia, es sinónimo también de sabiduría...

La Sabiduría con “S” mayúscula no es lo que se piensa el comúnmente: saber mucho, acumular muchos conocimientos, saber aplicarlos, etc. La verdadera Sabiduría consiste en poder ver las cosas a la luz de Dios; es ver todo como Dios lo ve.

Sabiduría es quitarnos los lentes turbios que solemos llevar, los cuales nos hacen ver las cosas de acuerdo a nuestro modo de pensar humano, y ponernos más bien los lentes claros y brillantes de Dios. Estos lentes imaginarios nos permiten ver con claridad el camino que hemos de seguir, nos permiten actuar con la prudencia a la que nos invitan las lecturas de este domingo.

Sabiduría es saber ver las circunstancias de nuestra vida y la de otros, los hechos de la vida cotidiana, los acontecimientos nacionales y mundiales como Dios los ve.

En resumen: Sabiduría es ver todo a la luz de Dios. Sabiduría y prudencia van ligadas. Según la Primera Lectura, ser prudente es ser sabio.

Pues bien, de este tema y otros, relacionados con las Escrituras de este domingo, como otras ocasiones, hoy, traemos los comentarios a las mismas, de tres religiosos, para mejor explicación de La Palabra de Dios...Feliz domingo.



¡Salid a recibir al esposo!



La parábola de las diez vírgenes nos sorprende por su dureza. Primero, por la negativa de las vírgenes prudentes (es decir, de las “buenas”) a compartir su aceite con las pobres necias. En segundo lugar, por la total exclusión de estas últimas del banquete de bodas por un simple retraso. ¿Es que Jesús nos está llamando a la insolidaridad, dándonos a entender que la salvación, a fin de cuentas, es algo exclusivo de cada uno, de modo que cada uno debe preocuparse sólo de la suya? ¿Está tratando de meternos miedo, ya que un simple descuido, un pequeño retraso puede dejarnos fuera del Reino de Dios? ¿No supone esto un contraste demasiado fuerte con otras parábolas y dichos de Jesús, en los que subraya ante todo la misericordia y el perdón?

No debemos leer las parábolas de un modo demasiado directo, al pie de la letra. Para entenderlas es preciso atender al contexto en que Jesús las pronuncia y, por tanto, a la intención con que las cuenta. La parábola de las diez vírgenes está dentro del discurso escatológico del Evangelio de Mateo. No conviene que olvidemos que estamos enfilando el fin del año litúrgico y que en estas últimas semanas la liturgia y la Palabra de Dios nos invitan a reflexionar sobre la dimensión de ultimidad. Jesús mismo, que está a punto de enfrentarse con su pasión y muerte, vive en carne propia lo que de definitivo y último hay en la vida humana. No se trata, pues, ni de invitar al individualismo espiritual, ni de fomentar una religión del temor. Jesús nos llama a tomarnos en serio la vida, la fe, nuestra relación con Dios y, en consecuencia, el sentido último de nuestra vida. Nos está llamando a vigilar, a vivir en vela o, dicho con otras palabras, a vivir de manera consciente. Es también una llamada a la sabiduría de la vida, que sabe calibrar y discernir adecuadamente los diversos géneros de bienes presentes en nuestra vida. Esta forma de vida consciente, vigilante, no niega las preocupaciones cotidianas. De hecho, también las vírgenes prudentes fueron vencidas por el cansancio y se quedaron dormidas. Esto es, también ellas sabían atender a las necesidades más perentorias e inmediatas. Pero lo hacían con su lámpara y su provisión de aceite preparadas. ¿De qué se trata aquí?

Jesús está hablando de la luz que ilumina en las tinieblas. Vivir de manera consciente y ser sabio y no necio significa vivir en la luz, incluso cuando es de noche. Y esa luz es, ante todo, la fe. En el rito del bautismo el neófito recibe la candela que representa la luz de Cristo. Es un don, pero también es responsabilidad de cada uno mantener viva esa llama para que siga brillando. De poco sirve tener la lámpara, si no la alimentamos con la oración, con la escucha de la Palabra, con la participación en los sacramentos. En este caso nuestra fe está muerta, como una lámpara sin aceite, que no ilumina la propia vida, que no es capaz de descubrir en ella la presencia del esposo, de Jesucristo, que viene a nosotros de muchas maneras.

Cuando sucede esto, cuando somos “necios”, es decir, inconscientes de la presencia de Dios en nuestras vidas, lo más frecuente es que nos entreguemos a los bienes pasajeros de este mundo como si fueran definitivos. Vivimos como narcotizados por las preocupaciones cotidianas, como si fuesen las únicas realmente importantes. Esta forma de vida puede consistir en una elección explícita y exclusiva de esos bienes reales y necesarios, pero efímeros. En su caso extremo es una vida “de pecado”, cuando por nuestros intereses más o menos inmediatos estamos dispuestos a sacrificarlo todo: la verdad, la justicia, la compasión, la propia conciencia, pues consideramos que aquellos intereses (el bienestar, la riqueza, el éxito social, el disfrute de la vida) son los únicos bienes reales y contables. Esa vida despreocupada de lo más importante nos abotaga y nos conduce a la ruina, como advierte el mismo Jesús en otro momento: “Guardaos de que no se hagan pesados vuestros corazones por el libertinaje, por la embriaguez y por las preocupaciones de la vida, y venga aquel Día de improviso como un lazo” (Lc 21, 34). En este caso, peor que las vírgenes necias, no sólo dormimos, sino que carecemos no sólo de aceite, sino incluso de lámpara: no esperamos nada ni a nadie, vivimos encerrados en nosotros mismos. Pero puede suceder que haya en nosotros una vaga conciencia de que “algo” debe haber, de que “alguien” ha de venir. Tenemos una fe mortecina, más o menos formal, tenemos, en una palabra, lámpara; pero no le prestamos la menor atención, nunca elevamos la mente y el corazón a Dios, ni abrimos nuestros oídos a su Palabra, para adquirir así esa sabiduría que se deja encontrar por quien la busca, y se da a conocer a quien la desea, porque se ha hecho cercana en la humanidad de Cristo; ni nos inclinamos nunca ante Él para pedir y obtener el perdón, ni acogemos su invitación para sentarnos a su mesa y comer su pan y beber su vino, y entrar así en comunión con los bienes definitivos de su cuerpo entregado y su sangre derramada. Nuestra lámpara no ilumina, porque no queremos hacernos con el aceite que alimenta su llama.

La luz de la fe ilumina la oscuridad. Y la oscuridad suprema, la oscuridad de la muerte, iluminada por la fe en Cristo, muerto y resucitado, enciende en nosotros la luz de la esperanza. La esperanza es otra dimensión esencial de esa sabiduría superior que Cristo ha hecho cercana y accesible. Es sabio el que sabiendo que ha de morir se esfuerza por los bienes que perduran, por los tesoros que ni la polilla ni la herrumbre corroen, ni los ladrones pueden robar (cf. Mt 6, 19). El aceite que alimenta la luz de esta lámpara es la perseverancia, la constancia, la fidelidad. El Señor viene de muchas maneras, pero la definitiva, la que representa el “fin del mundo” para cada uno de nosotros, es la propia muerte. Es de sabios ser conscientes de esto, sabiendo que el presente no está cerrado sobre sí mismo, sino abierto a un futuro que trasciende el tiempo, porque en la muerte humana, que ha sido visitada y asumida por el Hijo de Dios, vamos al encuentro de Cristo. El llanto inevitable que produce la muerte no ha de ser un llanto de desesperación, sino que encuentra su consuelo en la victoria de Cristo.

Por fin, la luz de la fe y de la esperanza, adecuadamente alimentada, no puede no encender el fuego del amor. Vivir en vela y de manera consciente significa abrir los ojos y descubrir de una manera nueva a los demás y sus necesidades. Los bienes relativos y efímeros de este mundo adquieren un sentido definitivo y transcendente cuando hacemos de ellos medios y expresión de nuestra apertura y preocupación por las necesidades de aquellos en los que, en fe, descubrimos a nuestros hermanos. Si lo que distingue una forma de vida “necia”, sin aceite, es el “comamos y bebamos que mañana moriremos” (cf. 1 Cor, 15, 32), la vida sabia es la que da de comer al hambriento y de beber al sediento (cf. Mt 25, 31-46). Una vez más, tener lámpara y carecer de aceite significa ser un creyente desvaído, que deja la fe en el desván de una mera referencia mental, y vive una vida egoísta, preocupada sólo de sí, de los propios intereses. En este mundo, en el que nos hartamos de escuchar que “todo es relativo”, descubrimos que hay dimensiones definitivas y eternas, que no dependen del carácter efímero del espacio y el tiempo, sino que tienen vocación de eternidad. La fe y la esperanza las iluminan, y su mejor expresión es el amor que Cristo nos ha enseñado. Jesús, pues, no sólo no nos llama a no compartir, sino al contrario: la luz de la fe no puede no compartirse si realmente ilumina (no puede ocultarse ni ponerla bajo el celemín –cf. Mt 5, 15), pero tiene que alimentarse adecuadamente, y eso sí que es responsabilidad de cada uno. Y el compartir se realiza por antonomasia en la caridad, pero ¿cómo podremos hacerlo si vivimos neciamente, descuidados de Dios y de nuestros prójimos?

Jesús nos narra esta parábola sobre los últimos tiempos en el contexto de sus últimos días, en Jerusalén, en vísperas de su pasión. Se trata para él de una experiencia bien concreta: él es el esposo, que ha llegado, y los suyos duermen, no lo reconocen, lo rechazan… Viven en la oscuridad y, aunque tienen lámparas, pues son formalmente religiosos, incluso hiperreligiosos, sus lámparas están apagadas, no están preparados para la venida del maestro, carecen del aceite necesario para encenderlas, de la sabiduría que es capaz de discernir los signos de la presencia entre ellos del Hijo de Dios.

A nosotros puede sucedernos lo mismo. Hemos recibido el don de la fe, pero hemos de preocuparnos de que ésta se convierta en una verdadera sabiduría de la vida, en una esperanza activa, en una ardiente caridad. Eso significa vivir en vela, conscientemente, preparados para la venida del Señor que, aun sin saber ni el día ni la hora, ha de suceder sin duda, tal vez del modo más imprevisto. ¿Tengo la lámpara preparada? ¿Me estoy haciendo con la provisión de aceite que la hará arder?


Encender una FE gastada.

La primera generación cristiana vivió convencida de que Jesús, el Señor resucitado, volvería muy pronto lleno de vida. No fue así. Poco a poco, los seguidores de Jesús se tuvieron que preparar para una larga espera. No es difícil imaginar las preguntas que se despertaron entre ellos.
¿Cómo mantener vivo el espíritu de los comienzos? ¿Cómo vivir despiertos mientras llega el Señor? ¿Cómo alimentar la fe sin dejar que se apague? Un relato de Jesús sobre lo sucedido en una boda les ayudaba a pensar la respuesta. Diez jóvenes, amigas de la novia, encienden sus antorchas y se preparan para recibir al esposo. Cuando, al caer el sol, llegue a tomar consigo a la esposa, los acompañarán a ambos en el cortejo que los llevará hasta la casa del esposo donde se celebrará el banquete nupcial.

Hay un detalle que el narrador quiere destacar desde el comienzo. Entre las jóvenes hay cinco «sensatas» y previsoras que toman consigo aceite para impregnar sus antorchas a medida que se vaya consumiendo la llama. Las otras cinco son unas «necias» y descuidadas que se olvidan de tomar aceite con el riesgo de que se les apaguen las antorchas.

Pronto descubrirán su error. El esposo se retrasa y no llega hasta medianoche. Cuando se oye la llamada a recibirlo, las sensatas alimentan con su aceite la llama de sus antorchas y acompañan al esposo hasta entrar con él en la fiesta.

Las necias no saben sino lamentarse: «Que se nos apagan las antorchas». Ocupadas en adquirir aceite, llegan al banquete cuando la puerta está cerrada. Demasiado tarde. Muchos comentaristas tratan de buscar un significado secreto al símbolo del «aceite». ¿Está Jesús hablando del fervor espiritual, del amor, de la gracia bautismal…? Tal vez es más sencillo recordar su gran deseo: «Yo he venido a traer fuego a la tierra, y ¿qué he de querer sino que se encienda?». ¿Hay algo que pueda encender más nuestra fe que el contacto vivo con él?
¿No es una insensatez pretender conservar una fe gastada sin reavivarla con el fuego de Jesús? ¿No es una contradicción creernos cristianos sin conocer su proyecto ni sentirnos atraídos por su estilo de vida?

Necesitamos urgentemente una calidad nueva en nuestra relación con él. Cuidar todo lo que nos ayude a centrar nuestra vida en su persona. No gastar energías en lo que nos distrae o desvía de su Evangelio. Encender cada domingo nuestra fe rumiando sus palabras y comulgando vitalmente con él. Nadie puede transformar nuestras comunidades como Jesús.

Poco sensatos



Son bastantes las parábolas en que Jesús repite de una manera o de otra el mismo mensaje:«Lo mejor que tenéis es la esperanza. No la estropeéis. Mantenedla viva. No apaguéis vuestro anhelo de vida eterna. Esperad con el corazón ardiendo. Sed lúcidos. No hay nada más triste que una persona «acabada» que ha perdido la esperanza en Dios».

Jesús no utiliza un lenguaje moral. Para él, dejar que se apague en nosotros la esperanza no es un pecado, es una insensatez. Las jóvenes de la parábola que dejan que se apague su lámpara antes de que llegue el esposo son «necias» pues no han sabido mantener viva su espera. No se han ocupado de lo más importante que ha de hacer el ser humano: esperar a Dios hasta el final.
No es fácil escuchar hoy este mensaje. Hemos perdido capacidad para vivir algo intensamente de manera duradera. El paso del tiempo lo desgasta todo. Al hombre de nuestros días sólo parece fascinarle lo nuevo, lo actual, el momento presente. No acertamos a vivir algo de manera viva y permanente sin dejarlo languidecer. ¿Cómo mantener viva la esperanza hasta el final?
Nosotros hemos encontrado otra manera más razonable y sensata para vivir con tranquilidad. Somos maestros en hacer toda clase de cálculos y previsiones para no correr riesgos y alejar de nuestra vida la inseguridad. Nos preocupamos de asegurar nuestra salud y garantizar nuestro nivel de vida; planificamos nuestra jubilación y nos organizamos una vejez serena y tranquila. Todo ello está muy bien, pero, no dejamos de ser insensatos si no reconocemos algo que es claro y evidente: todas estas seguridades fabricadas por nosotros son inseguras.

La advertencia evangélica no es irracional o absurda. Jesús invita sencillamente a vivir en el horizonte de la vida eterna, sin engañarnos ingenuamente sobre la caducidad y los límites de esta vida: «¿Qué previsiones hacéis más allá de lo visible y perecedero?, ¿dónde pensáis encontrar seguridad cuando se desmoronen vuestras seguridades?»
Mantener despierta la esperanza significa no contentarse con cualquier cosa, no desesperar del ser humano, no perder nunca el anhelo de «vida eterna» para todos, no dejar de buscar, de creer y de confiar. Aunque no lo sepan, quienes viven así están esperando la venida de Dios.

Envejecer con sabiduría.


Envejecer no es una desgracia. Nuestra vida tiene su ritmo y no lo podemos alterar. La verdadera sabiduría consiste en saber aceptarlo sin amargura ni enojos inútiles, tal como Dios lo ha querido para cada uno de nosotros. Saber caminar en paz, al ritmo de cada edad, disfrutando del encanto y las posibilidades que nos ofrece cada día que vivimos.

En una sencilla parábola, Jesús nos pone en guardia ante un peligro que acecha siempre al ser humano pero que puede acentuarse en los últimos años. El peligro de gastarnos, "quedarnos sin aceite", dejar que el espíritu se apague en nosotros. Sin duda, la vejez trae consigo limitaciones inevitables. Nuestro cuerpo no nos responde como quisiéramos. Nuestra mente no es tan lúcida como en otros tiempos. El contacto con el mundo que nos rodea puede hacerse más difícil.
Pero nuestro mundo interior puede crecer y ensancharse. Cuando han terminado ya otras preocupaciones y trabajos que nos han tenido tantos años lejos de nosotros mismos, puede ser el momento de encontrarnos por fin con nosotros y con Dios.

Es el momento de dedicarnos a lo realmente importante. Tenemos tiempo para disfrutar de cada cosa por pequeña que nos parezca. Podemos vivir más despacio. Descansar. Hacer balance de las experiencias acumuladas a lo largo de los años.

Tal vez, sólo el anciano puede vivir con verdadera sabiduría, con sensatez y hasta con humor. Él sabe mejor que nadie como funciona la vida, cuánta importancia le damos a cosas que apenas la tienen. Sus años le permiten mirarlo todo con más realismo, con más comprensión y ternura.
Lo importante es no perder la energía interior. Cuando nos quedamos vacíos por dentro, es fácil caer en la amargura, el aburrimiento, el desequilibrio emocional y mental.
Por eso, cuánto bien puede hacerle a la persona avanzada en años el pararse a rezar despacio y sin prisas, con una confianza total en ese Dios que mira nuestra vida y nuestras debilidades con amor y comprensión infinitas. Ese Dios que comprende nuestra soledad y nuestras penas. El Dios que nos espera con los brazos abiertos.Jesús tenía razón. Hemos de cuidar que no se nos apague por dentro la vida. Si no encontramos la paz y la felicidad dentro de nosotros, no las encontraremos en ninguna parte. Como ha dicho alguien con ingenio, lo importante no es añadir años a nuestra vida sino añadir vida a nuestros años.


Lectura del santo evangelio según san Mateo (25,1-13):


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: «Se parecerá el reino de los cielos a diez doncellas que tomaron sus lámparas y salieron a esperar al esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco eran sensatas. Las necias, al tomar las lámparas, se dejaron el aceite; en cambio, las sensatas se llevaron alcuzas de aceite con las lámparas. El esposo tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron. A medianoche se oyó una voz: "¡Que llega el esposo, salid a recibirlo!" Entonces se despertaron todas aquellas doncellas y se pusieron a preparar sus lámparas. Y las necias dijeron a las sensatas: "Dadnos un poco de vuestro aceite, que se nos apagan las lámparas." Pero las sensatas contestaron: "Por si acaso no hay bastante para vosotras y nosotras, mejor es que vayáis a la tienda y os lo compréis." Mientras iban a comprarlo, llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta. Más tarde llegaron también las otras doncellas, diciendo: "Señor, señor, ábrenos." Pero él respondió: "Os lo aseguro: no os conozco." Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora.»

Palabra del Señor



COMENTARIO.



"La Esperanza Cristiana".

A tres semanas de terminarse el tiempo ordinario y en los umbrales del comienzo del adviento, la Palabra del Señor en esta ocasión, nos invita a reflexionar en torno a un tema que consideramos importante en nuestra configuración con Jesucristo: La esperanza cristiana.

La parábola de las diez vírgenes, se configura como la parábola de la ESPERANZA arriba mencionada, en la medida en que considerándonos hombres y mujeres del aquí y del ahora, buscamos con firme determinación, celebrar con Jesucristo el banquete de bodas en la eternidad, se trata de una parábola que nos lanza a esperar con expectación la parusía, la segunda venida del Señor; para la cual hemos de sostener en nuestras manos las lámparas encendidas de nuestro amor por Él, las lámparas encendidas de nuestras buenas obras y desde luego las lámparas encendidas de nuestra fe y de nuestra esperanza en aquel que nos amó primero: Jesucristo el Señor.
En este sentido, el texto de nuestra meditación (Mt 25,1-13), nos sitúa a los creyentes en un camino lleno de esperanza que nos permitirá encontrarnos cara a cara con el novio que viene a visitarnos; las doncellas del evangelio, sabían que el novio llegaría en cualquier momento y aunque había en su corazón alegría por tal acontecimiento, cinco de ellas fueron previsivas y las cinco restantes fueron necias, su previsión fue pobre; las primeras empuñando la antorcha de la fe que ilumina siempre la vida del creyente, esperaron con gozo al dueño de la fiesta; y tomando en sus manos la antorcha de la esperanza aguardaron a Aquel que alimenta con su espíritu la lámpara de su existencia; estas cinco doncellas teniendo entre sus manos las lámparas de su corazón encendido con el aceite del amor y sin sueño y en absoluta vigilancia recibieron al novio, quien traía a sus vidas su presencia resucitada, traía consigo vida, en síntesis les traía salvación; tal es nuestro destino, encontrarnos con el dueño de nuestra historia personal, con el novio que nos ama sin medida, con Aquél que convirtiéndose en el pan vivo bajado del cielo nos invita a diario a su banquete de bodas aquí en la tierra: La Divina Eucaristía.

Por su parte las cinco necias teniendo en sus manos las lámparas encendidas pero con el aceite de una esperanza dubitativa, no fueron capaces de aguardar con un corazón bien dispuesto a Aquel que “cambia nuestro llanto en alegría y nuestro lamento en baile”, esperaban al Novio con sus lámparas a punto de eclipsarse por estar alimentadas con el aceite de una fe vacilante y de una esperanza incierta; el resultado de todo fue que las doncellas no fueron aceptadas al banquete del novio, escuchando de sus propios labios: “Os lo aseguro, no os conozco”.
Con base en lo anterior es muy importante saber que no podemos esperar la visita cotidiana de Jesús a nuestra vida con nuestras lámparas apagadas por la ausencia de la fe, la esperanza y la caridad; de ninguna manera este huésped divino entrará en nuestra casa mientras nuestra vida esté envuelta en penumbras; y no nos invitará a su fiesta mientras nuestros corazones irresolutos no hayan decidido amarlo sin medida.

En síntesis la Palabra del Señor de este domingo nos invita a dar un giro significativo en nuestra vida, se trata de dar un salto desde la condición de una fe pasajera y de una débil esperanza de las vírgenes necias, al estado de una fe decidida y de una esperanza cierta en Jesucristo el Señor, el dueño de nuestra vida y el centro de nuestros corazones.

Hermanos y hermanas, bajo el amparo del Corazón Inmaculado de María y contando con la sabiduría que viene de lo alto, emprendamos animosos nuestro camino hacia el adviento que dispondrá nuestra vida para el nacimiento del Mesías.









Fuentes:
Iluminación Divina
José María Vegas, cmf

P. Ernesto León D. o.cc.ss

José A. Pagola
Ángel Corbalán

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