Las lecturas de hoy nos hablan de la Ley de Dios y de los legalismos y anexos que se le habían ido haciendo a esa Ley divina a lo largo del tiempo, hasta que Jesús decide deslastrarla de todo lo que los hombres le había ido agregando.
Dios
entregó a Moisés su Ley para el cumplimiento estricto de todos: del viejo
pueblo de Israel y del nuevo pueblo de Israel, que es hoy la Iglesia de
Cristo. Más aún, es una Ley tan sabia, tan prudente y tan necesaria que
es indispensable seguirla, tanto para el bien personal y como para el bien de
los grupos, pequeños o grandes, y hasta para el bien mundial.
Por eso, aparte de estar esa Ley escrita en las piedras que Dios entregó a Moisés en el Monte Sinaí, está también inscrita en el corazón de los seres humanos. Y cuando nos apartamos de esa Ley, porque creemos encontrar la felicidad fuera de ella, nos hacemos daño a nosotros mismos y hacemos daño a los demás.
Y la
Palabra de Dios, en la cual está contenida esa Ley, ha sido sembrada en
nosotros para nuestra salvación, como nos lo recuerda el Apóstol Santiago en la
Segunda Lectura (St. 1, 17-18.21-22.27):
“ha sido sembrada en ustedes y es capaz de
salvarlos”. Es por ello que nos recomienda ponerla en
práctica y no simplemente escucharla y hablar de ella.
Moisés,
quien había recibido las instrucciones directamente de Dios, había instruido al
pueblo así: “No añadirán nada ni
quitarán nada a lo que les mando”.
Pero
sucedió que, a lo largo del tiempo, se fueron anexando a la Ley una serie de
detalles minuciosos prácticamente imposibles de cumplir, además de
interpretaciones legalistas y absurdas que hacían perder de vista el verdadero
espíritu de la Ley.
Por todo
esto Cristo tuvo que aclarar bien lo que era la Ley y lo que eran los anexos y
legalismos. Y tuvo que ser sumamente severo contra los Fariseos, que
regían la vida religiosa de los judíos, y contra los Escribas, que eran los que
fungían de intérpretes de la Ley.(cfr. Mt.
23, 1-34 y Lc. 11, 37-47)
Tal es el
caso que nos narra San Marcos en el Evangelio de hoy (Mc. 7, 1-8.14-15.21-23): en una
ocasión los discípulos de Jesús no cumplieron las normas de purificación de
manos y recipientes, según se exigía de acuerdo a estos anexos y legalismos.
Y, ante
el reclamo de unos Escribas y Fariseos, el Señor les responde algo bien
fuerte: “¡Qué bien profetizó de
ustedes Isaías! ¡hipócritas! ,cuando
escribió: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos
de Mí ... Ustedes dejan de un lado el mandamiento de Dios para aferrarse a las
tradiciones de los hombres”.
Y como viene siendo habieual, hoy traemos las reflexiones sobre las Lecturas del domingo XXII del Tiempo Ordinario, de tres religiosos que lo hacen en n uestro idioma.
Lectura
del santo evangelio según san Marcos (7,1-8.14-15.21-23):
En aquel tiempo, se acercó a Jesús un grupo de fariseos con algunos escribas de Jerusalén, y vieron que algunos discípulos comían con manos impuras, es decir, sin lavarse las manos. (Los fariseos, como los demás judíos, no comen sin lavarse antes las manos restregando bien, aferrándose a la tradición de sus mayores, y, al volver de la plaza, no comen sin lavarse antes, y se aferran a otras muchas tradiciones, de lavar vasos, jarras y ollas.)
Según eso, los fariseos y los escribas preguntaron a Jesús: «¿Por qué comen tus discípulos con manos impuras y no siguen la tradición de los mayores?»
Él les contestó: «Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, como está escrito: "Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos." Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres.»
Entonces llamó de nuevo a la gente y les dijo: «Escuchad y entended todos: Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro.»
Palabra del Señor
En aquel tiempo, se acercó a Jesús un grupo de fariseos con algunos escribas de Jerusalén, y vieron que algunos discípulos comían con manos impuras, es decir, sin lavarse las manos. (Los fariseos, como los demás judíos, no comen sin lavarse antes las manos restregando bien, aferrándose a la tradición de sus mayores, y, al volver de la plaza, no comen sin lavarse antes, y se aferran a otras muchas tradiciones, de lavar vasos, jarras y ollas.)
Según eso, los fariseos y los escribas preguntaron a Jesús: «¿Por qué comen tus discípulos con manos impuras y no siguen la tradición de los mayores?»
Él les contestó: «Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, como está escrito: "Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos." Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres.»
Entonces llamó de nuevo a la gente y les dijo: «Escuchad y entended todos: Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro.»
Palabra del Señor
COMENTARIO.
Lo que mancha y lo que limpia
Existe un fuerte contraste entre, por un
lado, el mandato de Moisés de no añadir ni quitar nada a la ley y, por el otro,
los reproches de los fariseos a los discípulos de Jesús en nombre no de la ley
mosaica, sino precisamente de una añadidura espuria a la misma, “la tradición
de los mayores”. Sin embargo, cuando se lee la ley de Moisés en los libros del
Pentateuco se entienden las añadiduras que la historia ha ido haciendo: las normas
mosaicas, tanto las referidas a la pureza ritual como a muchas otras
cuestiones, no son tan detalladas como para dar respuesta a todas las
situaciones que la vida plantea en la práctica. En esta como en cualquier ley
es inevitable que se produzcan situaciones dudosas, que la ley no reglamenta
con claridad y que requieren interpretaciones, correcciones o añadiduras. Es
así, probablemente, como se generan las “tradiciones de los mayores”. El
problema es que esto puede llevar, y lleva con frecuencia, a un cumplimiento
mecánico de normas puramente externas que acaban apartando del espíritu
original con el que nació la ley. La ley de Moisés, que trata de
institucionalizar el acontecimiento salvífico de la liberación de Egipto y
expresa la alianza de Dios con su pueblo, para que aquella salvación se
prolongue en la historia, acabó convirtiéndose en un complejo y asfixiante
entramado de normas, imposible de cumplir para la gente sencilla e iletrada, y
que servía más para condenar que para salvar.
¿Cómo entender entonces la exigencia de
Moisés de no añadir ni quitar nada, si resulta que esto es un imposible?
Probablemente hay que entenderla de manera más cualitativa que cuantitativa,
como la fidelidad a una ley que no se reduce a una reglamentación externa, sino
que es expresión de una Palabra creadora y salvadora. Cumplir no es ejecutar
externa, mecánicamente, sino “cumplimentar”, llenar, dar plenitud. Y esto, como
sabemos, se realiza en Jesucristo, que no ha venido a abolir la ley, sino a
llevarla a perfección (cf. Mt 5, 17). La ley de Moisés es realmente
incomprensible y en la práctica se convierte en opresiva sin esta relación con
la Palabra viva de Dios. Ya los profetas tuvieron que recordarlo continuamente.
Y esa misma Palabra se ha encarnado en Jesús y se ha perfeccionado en la ley
del amor. Es posible cumplir y perfeccionar la ley escuchando, acogiendo y
poniendo en práctica esta Palabra cercana, dialogante, comprensible.
Es lo que nos recuerda de manera vívida
Santiago en la segunda lectura. La palabra que salva da vida, nos engendra. Y
lo hace desde dentro, pues, como semilla, ha sido plantada en nosotros. Por
eso, no debemos sólo escucharla como si fuera una voz externa y extraña, sino
que debemos darle cabida en nosotros, dejar que nos purifique por dentro y
permitir que, desde dentro, guíe nuestras acciones y nuestra vida. Eso
significa ponerla en práctica. Y la puesta en práctica se traduce
necesariamente en obras de amor y misericordia con los necesitados en sus
tribulaciones.
Así pues, aunque resulte inevitable que “los
mayores”, esto es, la experiencia histórica y los nuevos problemas que van
surgiendo en ella, hagan sus añadiduras y formen sus tradiciones, su validez
dependerá de si sirven a la Palabra, a la vida que esa Palabra engendra, a un
mejor cumplimiento y puesta en práctica de la misma; o si, por el contrario, se
convierten en esquemas rígidos de comportamiento que coartan la libertad y la
apertura creativa a la novedad de la historia, y sirven sobre todo para
condenar a los que no se atienen a ellas. En una palabra, el criterio de
discernimiento de las distintas tradiciones es la misericordia.
Las críticas de los fariseos a los
discípulos de Jesús se centran en esta ocasión en la cuestión de la pureza
ritual, que se había convertido para ellos en algo obsesivo, pero entendido en
su sentido más externo y superficial. Poco que ver con lo nos recuerda Santiago
en relación con la acogida y el cumplimiento de la Palabra: aquí “no mancharse
las manos con este mundo” no significa contravenir elementales medidas de
higiene, sino evitar que los criterios de este mundo impidan los frutos de
misericordia de la semilla de la Palabra plantada en nuestro interior. Jesús
aprovecha la ocasión para recordar el origen y la fuente de la impureza
religiosa: no las cosas de este mundo, creadas por Dios y en sí buenas, no el
polvo de la tierra ni determinados alimentos, sino las intenciones torcidas del
corazón humano. El origen del mal y la impureza hay que buscarlo en la propia
voluntad, en las motivaciones egoístas y desordenadas. Y Jesús ha venido para
sanarnos por dentro, de manera que podamos actuar hacia fuera de un modo acorde
a la voluntad de Dios, que es una voluntad de vida, de amor, de perdón y
misericordia
.
Los cristianos tenemos conciencia de que
nuestra fe conlleva ciertas obligaciones y de que “tenemos que cumplir con
ellas”. A veces, algunos ven en esto una actitud farisaica que se queda en el
mero cumplimiento externo, y reaccionan diciendo, por ejemplo, que “lo
importante no es ir a misa sino ser buena persona y ayudar a los demás”. Aunque
podemos entender estas reacciones, tenemos que tener cuidado con su
unilateralidad. En primer lugar, porque ir a misa y actuar con bondad no son
cosas incompatibles: no sólo porque, cosa obvia, se puede “ir a misa y ser
buena persona”, sino porque participamos de la Eucaristía precisamente para, en
unión con Cristo, hacernos mejores personas. Y, en segundo lugar, porque en
esta crítica se cae en el fondo en lo mismo que se critica: se reduce el “ir a
misa” (u otras prácticas cristianas) a una mera formalidad externa, descuidando
su verdadero sentido. Para actuar de acuerdo al espíritu cristiano hay que
estar en comunión con Cristo; y esa comunión se realiza de manera privilegiada
en el memorial de su Pasión que él mismo nos mandó realizar; es posible vivir
como Cristo vivió si escuchamos su Palabra y comemos el pan y el vino que son
su cuerpo y su sangre. Es decir, si “ir a misa” se reduce a una formalidad que
“cumplimos”, sin dejar que su significado penetre en nosotros, que nos hace
sentirnos justificados y que, además, nos lleva a juzgar y condenar a los
demás, a los que no cumplen, entonces sí, entonces estamos reduciendo el gran
don de la Eucaristía a una “tradición de nuestros mayores”. Pero si, por el
contrario, a pesar del aburrimiento o la pereza que a veces nos embarga,
tratamos de hacer de la Eucaristía un encuentro vivo con la Palabra y la
persona de Cristo, entonces estaremos purificando nuestro interior de las
maldades que hacen impuro al hombre, y abriendo nuestro corazón a las buenas
obras del amor en las que consiste la religión pura e intachable.
“La pregunta por el bien y el mal”
No es normal que las gentes ya no se pregunten qué es el bien y que es el mal. Una sociedad así habría perdido la brújula. Sería una sociedad desorientada. La pregunta por lo que es bueno o malo nos ayuda a ser personas y a vivir en comunidad. A fin de cuentas, esa pregunta puede conducirnos a la felicidad.
Ahora bien, lo difícil es
encontrar los criterios para marcar los límites del bien y del mal. En la
historia de la moral cristiana se recuerda que una corriente de tono
antropológico, representada por Santo Tomás, diría que una acción ha podido ser
mandada porque, en realidad, era buena para el ser humano. Y lo contrario habría
que decir del mal.
Pero otra corriente, que se
sitúa en la línea del nominalismo radical, ha dado la vuelta al esquema. De
hecho, afirma que una acción es buena precisamente por haber sido mandada u
ordenada. En este caso, la prioridad se concede a la ley positiva antes que al
ser mismo del hombre…
En la primera lectura de
hoy, Dios no presenta sus mandamientos como una decisión arbitraria. En
realidad, son la clave de la racionalidad y del buen sentido: “Estos mandatos
son vuestra sabiduría y vuestra inteligencia”. (Deut 4,6).
NORMAS Y MANDAMIENTOS
Pero, a lo largo de los siglos, todos hemos encontrado mil artimañas para decidir por nuestra cuenta los límites del bien y del mal. Y para burlarnos de los mandamientos de Dios. Jesús lo dice en el evangelio que hoy se proclama: “Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres” (Mc 7,8).
La lectura del texto
evangélico nos lleva a pensar solamente en los lavatorios y en las prácticas
higiénicas. Pero los ejemplos pueden multiplicarse de forma sorprendente. De
hecho, en muchas ocasiones ponemos nuestras propias normas y manías, nuestras
costumbres y tradiciones por encima de los mandamientos del Señor.
Basta pensar en costumbres
de nuestra familia, en tradiciones de nuestro pueblo o nuestro barrio, en
refranes que parecen sabios y son inmorales, en estatutos anticuados de
asociaciones y hermandades, en prácticas típicas de la religiosidad popular.
Todo nos sirve como escudo para defendernos del doble mandamiento de amar a Dios
sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos.
LO DE FUERA Y LO DE DENTRO
“Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre”. Esta otra frase de Jesús se refiere todavía a los lavatorios. Pero también ella puede ser aplicada a todos los ámbitos de nuestra vida.
• “Nada que entre de fuera
puede hacer al hombre impuro”. No somos perfectos: eso es claro. Pero nos
cuesta aceptar nuestra responsabilidad. Así que nos limitamos a descargarla
sobre “lo de fuera”. La crisis, el gobierno, nuestra familia, la educación que
nos dieron en el colegio, la jerarquía de la Iglesia. Todo ha contribuido a
robarnos nuestra limpieza y transparencia. Todos tienen la culpa de nuestra
maldad. Todos menos nosotros mismos
.
• “Lo que sale de dentro es
lo que hace impuro al hombre”. Jesús nos invita a enfrentarnos con nuestra
propia verdad. “Lo de dentro” es lo que nos mancha y oscurece. Es preciso
revisar el fondo más tenebroso de nuestra conciencia. Y examinar la raíz de
nuestros malos deseos, de nuestros prejuicios, de nuestras hipocresías. Ningún
lavado superficial, ninguna acusación a los demás, ninguna proyección de
nuestra iniquidad puede justificarnos.
- Señor Jesús, te
reconocemos como el profeta que nos recuerda la bondad y santidad de los
mandamientos de Dios y nos invita a vivir en la coherencia y la verdad.
Purifica tú nuestra conciencia y crea en nosotros un corazón puro. Amén.
“Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí”
“Dejáis a un lado el mandamiento de Dios
para aferraros a la tradición de los hombres” (Mc 7, 8). Esta advertencia que hace el Señor a los fariseos
es, en realidad, advertencia para todos, también para nosotros. El Señor busca
siempre nuestro mayor bien, que es la santidad, la participación en su vida
divina. Nos ha creado para eso. El Compendio del Catecismo, en su primer
número, resume la intención de Dios al crearnos con estas palabras: “Dios, infinitamente perfecto y bienaventurado en sí
mismo, en un designio de pura bondad ha creado libremente al hombre para
hacerle partícipe de su vida bienaventurada” (Compendio, 1).
Todo
lo que hace es con ese fin. Nos da su ley con ese fin. Sus mandatos y decretos
no están pensados para amargarnos la vida sino para facilitar nuestro avance
hacia la santidad. Pero en los mandamientos de Dios no están detallados, como
es lógico, todos los posibles casos concretos que se nos pueden presentar en la
vida sino sólo los grandes principios. Hay, por eso, que aplicar esos principios
con sabiduría y prudencia y, en muchos casos particulares, hay que recurrir a
ese complemento de la ley que son las tradiciones y costumbres humanas como
última ayuda para llevar una vida moral ordenada. Si las costumbres son buenas
son una gran ayuda práctica para nuestra vida moral. Son buenas las tradiciones
y costumbres cuando están en consonancia con la ley, cuando adaptan la ley a
las situaciones particulares y cuando completan los vacíos de la ley. En
cambio, en otros supuestos, pueden ser un grave impedimento para nuestro
progreso espiritual. Por aquí iría la enseñanza del Señor en este domingo. Es
como si nos advirtiese: “No dejéis que las tradiciones y las costumbres humanas
impidan vuestro avance hacia la santidad”. ¿Y cuándo ocurre esto? ¿Cuándo las
costumbres se convierten en impedimento para nuestro avance hacia la santidad? Cuando las tradiciones son contrarias a la ley,
cuando las tradiciones son malas en su origen y cuando las tradiciones son una
justificación de la mediocridad.
***
*** ***
Las tradiciones y costumbres nos
perjudican cuando son contrarias a la ley. Aquí nos referimos a la ley de Dios y a las leyes y normas de la
Iglesia. En las leyes y normas de la Iglesia hay una gran riqueza doctrinal,
que es expresión de la sabiduría divina y de la providencia paternal de Dios.
Pues bien, a pesar de toda esa riqueza, sin embargo hay ignorancia e
inobservancia de las mismas. En muchos casos se mantienen costumbres
(litúrgicas, administrativas…), que son contrarias a leyes eclesiásticas; basta
observar, por ejemplo, el desarrollo de algunas novenas o el funcionamiento de
algunas cofradías. Ocurre a veces que cuando algún sacerdote, conocedor de la
normativa eclesiástica y deseoso de su observancia, trata de ordenar bien las
cosas, se encuentra con muchas trabas y obstáculos por parte de personas
allegadas a la Iglesia en nombre de costumbres y tradiciones que la propia ley
superior de la Iglesia ha derogado. Esta actitud es una de las variantes del
pecado contra el Espíritu Santo. También a estos casos podemos aplicarles la
dura expresión de Jesús de que se dejan de lado los mandamientos superiores (de
Dios, de la Iglesia) para aferrarse a costumbres humanas.
Las
tradiciones y costumbres nos perjudican cuando son malas en su origen.
Las expresiones como “siempre se ha hecho así” o “nunca se ha visto eso” son,
por exageradas, muy sospechosas. En primer lugar porque por muy mayor que sea
una persona, su vida abarca unas pocas décadas y no se debe apropiar del
“siempre”; además, por mucha experiencia de vida que tenga, es una experiencia
muy limitada en cuanto a su espacio natural y no se debe apropiar del “nunca”
porque a pocos kilómetros de donde él vive se puede ver lo que él se empeña en
no ver. Además, esas expresiones tratan de justificar costumbres que son malas
en su origen porque han nacido por calculado interés, no raramente económico.
En el caso, por ejemplo, de las recriminaciones de Jesús a los fariseos, las
preferencias de éstos por determinadas tradiciones humanas (el corbán) frente al mandamiento de
honrar padre y madre, era porque el corbán
les reportaba sustanciosos beneficios económicos. Muchas costumbres y
tradiciones han sido pensadas por personas ambiciosas para tomar determinadas
cotas de poder directivo, administrativo o económico; son tradiciones que
llevan consigo un pecado original y han de ser redimidas. “¡Cuántas fiestas, Dios mío, os hacen los hijos de
los hombres en que se lleva más el demonio que Vos!” (San Juan de la Cruz, 3S
38, 3).
Las
tradiciones y costumbres nos perjudican cuando son una justificación de la
mediocridad. Los hijos de Dios que le aman verdaderamente buscan
agradarle cada vez más, mejorar lo más posible su entrega y servicio filial,
esmerarse en atender con gran generosidad las cosas sagradas. Cuando hay amor
de por medio, la superación es continua; en cambio, cuando no es el amor a Dios
el motivo principal, entonces lo que se busca es quitarse las cosas de encima
cuanto antes y de cualquier manera, escatimando tiempo, dedicación y medios. A
quien ama, todo le parece poco. Me contaba hace pocos días uno de los miembros
de una Congregación religiosa que el santo cura de Ars tenía muchas atenciones
con su fundador y que le regalaba bastantes objetos de culto: custodias,
cálices, casullas… Pero la razón era porque el santo cura de Ars compraba otros
mejores para su parroquia. Aquel sacerdote ejemplar estaba continuamente
mejorando las cosas destinadas al culto divino. Esta anécdota me trajo a la
memoria una conversación que mantuve hace años en la ciudad de Colonia con una
religiosa alemana. Me contaba que al acabar la segunda guerra mundial, los
rusos habían desmantelado sus fábricas y se habían llevado toda la maquinaria.
Y aquella religiosa, en lugar de lamentarse, me dijo: “De lo cual nos alegramos,
porque así nos vimos obligados a inventar otras máquinas mejores”.
El objetivo
del que ama es siempre mejorar. Y sin embargo, hay muchas tradiciones y
costumbres humanas que se han introducido en festividades religiosas que son un
obstáculo e impedimento para la mejora del culto a Dios, pues al tiempo que se
gastan los dineros en cosas profanas, se ponen mil trabas para atender a las
cosas de Dios o a los ministros de Dios. Esto, además, puede ocurrir tanto a
nivel comunitario como a nivel personal. No es raro ver cómo se cambia
fácilmente de pantalla de televisión y se adquiere la de más alta definición y,
al mismo tiempo, se ponen pegas para renovar libros litúrgicos o de oraciones
desvencijados. Uno de los criterios para ver si se ama al Señor es comprobar la
generosidad que se tiene con los objetos destinados al culto. En esto,
normalmente, las Órdenes religiosas suelen darnos ejemplo porque todas, según
sus posibilidades, tienen claro que lo mejor ha de ser para el Señor. Sin
embargo, me van a permitir que mencione a una Congregación religiosa que, en mi
opinión, es ejemplar en este punto; me refiero a las Hermanitas de los Ancianos
Desamparados; observen y verán en sus iglesias la calidad de los vasos
sagrados, la calidad de la ropa litúrgica, los manteles limpios, las flores
frescas…
Es decir, lo mejor para el Señor, sin que haya tradiciones humanas o
miras humanas o cálculos humanos que las pueden detener en darle al Señor lo
mejor y lo que es justo.
En fin. El Señor nos dé su Espíritu de
ciencia y consejo, de inteligencia y sabiduría, de fortaleza, piedad y santo
temor para que, dejadas de lado aquellas costumbres y tradiciones humanas que
frenen nuestro progreso espiritual, le sirvamos en santidad y justicia y verdad
y amor todos los días de nuestra vida.
Muchas gracias por compartir esta pagina. Es fabulosa!! me podrian decir como hago para sacar la musica de fondo. queria escuchar la homilia del Padre Jose Carlos y no puedo por que sobresale la musica que acompaña la pagina. Busque por todos lados y no la encontre! gracias Elena
ResponderEliminarelenavella@fibertel.com.ar