El Evangelio de hoy nos trae un milagro de curación en que Jesús dice: Effetá: ábrete. Y al pronunciar Jesús esta palabra y al tocar la lengua de un sordo-mudo, éste quedó totalmente curado de su doble impedimento. Y los presentes exclamaban: “¡Qué bien lo hace todo! Hace oír a los sordos y hablar a los mudos” (Mc. 7, 31-37). Los milagros son signos exteriores de cosas más profundas que Dios realiza en cada persona. Son signos de la conversión, del perdón del pecado, de la gracia divina que actúa, de la vida nueva que Cristo comunica.
Este
milagro en particular ha sido un símbolo especial en la Iglesia desde los
primeros siglos. La Iglesia lo ha tomado como referido a lo que sucede en
el Bautismo.
Los que
hayan ido a un Bautizo, podrán haberse dado cuenta de que hay un momento en la
ceremonia cuando el Celebrante hace mención a este milagro. Así le reza
al bautizado: “El Señor Jesús, que hizo oír a los sordos y hablar a los
mudos, te conceda, a su tiempo, escuchar su Palabra y proclamar la fe”.
En efecto, el Bautismo nos ha liberado de la sordera para escuchar la voz de Dios y de la traba en la lengua para proclamar nuestra fe en El. Pero el Demonio, que no ceja en tratar de llevarnos a su bando y a la condenación eterna, puede poner nuevas sorderas y nuevas trabas.
Sin
embargo, después de Cristo y después del Bautismo ya hemos sido redimidos,
rescatados, y tenemos todos los medios necesarios para poder escuchar la voz de
Dios y para proclamar nuestra fe en El.
Todos los
obstáculos y trabas del Demonio quedan bajo control, siempre y cuando
aprovechemos las gracias que Dios nos comunica en todo momento.
Y ¿en qué
consiste la sordera espiritual? En no poder escuchar a Dios. El
ruido del mundo puede opacar y hasta tapar la voz de Dios. El mundo puede
aturdirnos. Las insinuaciones del Demonio tratan de que captemos la voz
de Dios como no importante, hasta tonta, contraria a “nuestras” ideas, etc.
Como
viene siendo habitual, hoy traemos tres reflexiones de otros tantos religiosos
sobre el Evangelio de hoy, domingo XXIII del Tiempo Ordinario, y que lo hacen
en nuestro idioma.
Lectura
del santo evangelio según san Marcos (7,31-37):
En aquel tiempo, dejó Jesús el territorio de Tiro, pasó por Sidón, camino del lago de Galilea, atravesando la Decápolis. Y le presentaron un sordo que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos.
En aquel tiempo, dejó Jesús el territorio de Tiro, pasó por Sidón, camino del lago de Galilea, atravesando la Decápolis. Y le presentaron un sordo que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos.
Él, apartándolo de la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y, mirando al cielo, suspiró y le dijo: «Effetá», esto es: «Ábrete.»
Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad. Él les mandó que no lo dijeran a nadie; pero, cuanto más se lo mandaba, con más insistencia lo proclamaban ellos. Y en el colmo del asombro decían: «Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos.»
Palabra del Señor
COMENTARIO.
Effetá
La ceguera, la sordera, cualquier género de
invalidez física son formas extremas de la limitación propia de nuestra
condición humana. Además de estas carencias, adosadas directamente a nuestro
cuerpo, también nos limita con frecuencia la hostilidad del ambiente natural,
como la aridez de la tierra que nos niega sus frutos. Unos más otros menos,
todos sentimos y experimentamos esas limitaciones y es normal que, cuando
aprietan, imaginemos la salvación como la superación de aquello que nos impide vivir
en plenitud: ver, oír, hablar, movernos, el desierto que florece como un
vergel. Es normal, pero no es suficiente. La película “Los descendientes”,
protagonizada por George Clooney en 2011, empieza recordándonos que unas
condiciones naturales, sociales y humanas aparentemente envidiables (gente
“guapa” y sana que vive en Hawái con un buen nivel de vida) ni garantizan la
felicidad ni evitan los sufrimientos a que se ven sometidos todos los seres
humanos. Si todo el problema de la felicidad y la plenitud humana se ciñeran a
la superación de las limitaciones físicas, la salvación sería cuestión
exclusivamente técnica, confiada al adecuado progreso de la medicina, y de las
ciencias que nos permiten dominar la naturaleza física. Que esto es
insuficiente lo entendemos enseguida al considerar el problema siempre
pendiente de la muerte, pero también el problema moral de la justicia, al que
las soluciones puramente técnicas por sí solas no son capaces de responder.
Por eso, esas desgracias extremas como la ceguera, la sordera (y la mudez) o la parálisis son en el lenguaje bíblico signos sacramentales de otros males más profundos que amenazan la existencia humana de manera radical: males morales y religiosos, como el pecado y el alejamiento de Dios, fuente de todo bien. Y, en consecuencia, los bienes reales representados por la eliminación de las limitaciones y carencias físicas son también indicadores de otros bienes más altos, de la salvación del pecado y la muerte, que el ser humano encuentra en la comunión con Dios.
Esta comunión con Dios (y en Él, con todos los demás seres humanos y con la
creación entera) es lo que ha venido a traernos Jesús. La anuncia con sus
palabras, pero, además, la hace visible liberando al hombre de sus dolencias.
Jesús cura enfermedades de manera milagrosa con la fuerza de su palabra. Pero
él no es un médico, ni siquiera un taumaturgo. No ejerce su poder benéfico y
sanador para sorprender ni para suscitar admiración o promover adhesiones. Con
estas acciones manifiesta la fuerza salvadora de su palabra, la efectiva
presencia en nuestro mundo del Reino de Dios. Podemos, pues, entender estos
milagros como acciones simbólicas que nos avisan de la voluntad salvífica de
Dios que opera de manera real y efectiva por medio de Cristo.
El relato de hoy de la curación del
sordomudo nos da indicaciones preciosas sobre la salvación que Dios nos ofrece
en Jesucristo. En primer lugar, su carácter abierto, incondicional y universal:
la curación tiene lugar fuera de los límites de Israel, en territorio pagano,
igual que la de la hija de la mujer fenicia (cf. Mc 7, 24); en este caso ni
siquiera se nos da noticia de la fe ni la pertenencia religiosa de ese hombre.
Aunque la expresión curativa de Jesús, “Effetá” (Ephphatha, una forma del imperativo hippataj, “¡Sea abierto!”) que es un
término arameo de origen hebreo, puede reivindicar que la salvación, abierta a
todos, de hecho “viene de los judíos” (cf. Jn 4, 22). En segundo lugar, la
acción curativa no sólo no busca, sino que evita la publicidad, para obviar malas
comprensiones, precisamente, médicas o taumatúrgicas: el peligro de quedarse
sólo en el bienestar material (y reducir a esto la salvación), o de provocar
una fe interesada. La salvación que ofrece Jesús se debe aceptar sólo por la fe
y la acogida de su palabra, y no por posibles ventajas que se puedan obtener.
Jesús, en efecto, al abrir los oídos y la
boca del sordomudo está realizando una acción salvífica que llama a ese hombre
y a todos los que la contemplan (a todos nosotros) a abrir los oídos a la
Palabra de Dios y la boca a su alabanza.
Ahora estamos en grado de entender mejor el
carácter simbólico de las curaciones físicas como expresión de la salvación. No
se trata de una mera instrumentalización del sufrimiento físico al servicio de
metas “espirituales”. Lo simbólico es la esencia del sacramento: lo que une
realidades separadas, a Dios con el hombre, el cielo y la tierra, el espíritu y
el cuerpo. Si en la curación física Jesús realiza una acción sacramental que
remite a la curación del corazón, herido por el pecado y exiliado de Dios,
aquel que ha sido curado por dentro de esta manera se abre a las necesidades
concretas de los demás. Y es que si nuestras necesidades, limitaciones y
sufrimientos tienden a encerrarnos en nosotros mismos en un movimiento egoísta
(bastante tenemos con nuestros propios problemas, solemos decir), la curación
que opera Jesús toca nuestro interior, transforma el corazón de manera que
podemos empezar a “ver” a los demás con ojos nuevos, a “escuchar” sus gemidos,
y acercarnos a ellos para aliviar sus necesidades concretas, incluidas las
físicas. Esta concreción es otro de los rasgos sobresalientes en el relato del
evangelio de hoy: Jesús, apartándolo de la multitud, busca el encuentro con el
enfermo, lo toca allí donde duele, le dirige una palabra personal.
Nosotros mismos, si hemos experimentado de
alguna forma el poder sanador de Jesús, tenemos que aprender a participar de
ese poder, que nos da fuerzas para salir de la cerrazón de nuestros territorios
e ir, más allá de nuestras fronteras, al encuentro de los hermanos que sufren,
tocándolos y sanando sus enfermedades en la medida de nuestras posibilidades.
Aquí el milagro es la ya capacidad de salir de sí. La ayuda concreta podrá
realizarse de manera natural, por medio de los adelantos técnicos y científicos
(como la medicina, que también entra en el designio de Dios), o de otros (la
contribución económica, el voluntariado, la consagración a Dios y al servicio
de los demás…). Pero lo importante es que en la concreción del encuentro, de la
capacidad de compadecer y de la ayuda fraterna estaremos haciendo presente en
nuestro mundo el Reino de Dios, la humanidad nueva, al mismo Cristo que la
encarna y realiza.
Un ejemplo muy concreto de todo esto nos lo
ofrece hoy la carta de Santiago. Este apóstol no se distingue por las sutilezas
teológicas, sino precisamente por lo directo de sus expresiones. Quien ha sido
curado por Jesús no puede juzgar por apariencias externas ni, en consecuencia,
discriminar a los seres humanos por su estatus social o su aspecto. Pero
tenemos que reconocer que sus palabras de hoy son un aldabonazo a nuestra
conciencia, pues la mayoría de nosotros seguimos ateniéndonos a esos criterios
del viejo mundo, seguimos ciegos para las riquezas de la fe y la herencia del
reino. Caigamos en la cuenta de que lo que dice Santiago se puede entender en
sentido amplio: los vestidos lujosos o los andrajos por los que discriminamos,
respetando a unos y despreciando a otros, pueden ser también de tipo
ideológico, cultural, nacional o racial: son fronteras que Jesús, con su
ejemplo, nos invita a traspasar. Todos debemos examinarnos al respecto, para,
una vez reconocidos los prejuicios que nos impiden reconocer en el otro a un
hermano nuestro, acudir a Jesús y pedirle que, una vez más, nos cure, nos abra
los ojos, los oídos, la boca y el corazón, para que podamos alabar a Dios,
proclamando y testimoniando que “todo lo ha hecho bien”, como Dios en el
principio de la creación del mundo, y que nosotros podemos participar de ese
mismo poder creador y sanador haciendo el bien al necesitado.
“Los oídos y la lengua”
Oímos el domingo pasado: «Nada que
entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que
hace impuro al hombre». Con este pasaje, se deja a un lado la ley sobre
la comida pura e impura, y se abre una brecha en el muro de separación entre
judíos y gentiles.
Que los gentiles pueden entrar en el reino
de Dios, esto queda indicado además en la partida de Jesús al territorio pagano
de Tiro inmediatamente después de la discusión sobre la pureza y la
impureza. Allí se le concede a una sirofenicia la sanación de su
hija. El Señor hace distinción, sí, entre «hijos» y «perros», pero parece
que sólo para destacar la fe insistente y grande de una forastera y dar a
entender que Dios no muestra favoritismo, que él acepta a gentiles que lo temen
y hacen lo correcto.
De Tiro sale luego Jesús, pasando por Sidón,
camino del lago de Galilea, atravesando la Decápolis. Dar así un rodeo
por una región de gentiles mayormente es tal vez una manera más de señalar que
quiere Dios que todos sean sus hijos, mediante la fe en Jesucristo, y no haya
ya distinción entre judíos y gentiles, esclavos y libres, hombres y mujeres.
De verdad, se nos urge a los creyentes en
Jesucristo no juntar la fe con la acepción de personas que lleve a que se les
menosprecie a los forasteros, los pobres o las mujeres, y se les trate como si
fueran inferiores a los nativos, los ricos o los varones. Los
auténticos discípulos imitarán a su Maestro.
Jesús comía y bebía con publicanos y
pecadores, por eso se manchó su reputación. Aunque judío, él dijo unas
palabras en favor de los samaritanos despreciados: presentó a uno como
modelo de acción de gracias y a otro como protagonista de una parábola, el transeúnte
que no cruzó al otro lado del camino al ver a un necesitado, sino que lo
auxilió, portándose como prójimo del medio muerto. Y que no dejemos de
darnos cuenta de que Jesús se revela en la parábola como el Buen Samaritano, a
pesar de que le falta a esta revelación la explicitud de otra que identifica al
Hijo del hombre con sus más pequeños hermanos, lo cual los convierte en
«nuestros amos y señores», como lo expresa san Vicente de Paúl (IX, 862; XI,
324).
Pero sobre todo, Jesús murió por los impíos.
Si él, dando prueba del amor de Dios para con los pecadores, entregó su cuerpo
y derramó su sangre por nosotros para el perdón de los pecados, ¿no debemos
estar dispuestos a dar nuestra vida por los hermanos? A imitación del que
todo lo ha hecho bien en cumplimiento de la profecía de Isaías, haremos lo que
podamos para que se eliminen las distinciones injustas. Nos esperaremos
unos a otros en la Iglesia y compartiremos alegre y generosamente con los
necesitados lo poco o lo mucho que poseamos. De acuerdo con la
exhortación de san Juan Crisóstomo, honraremos el cuerpo de Cristo por
vestirlo, por ejemplo, cuando lo contemplemos desnudo en los pobres.
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