«Quien
quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de
todos.»
En el Evangelio de hoy (Mc. 9, 30-37)
vemos cómo Jesús seguía tratando de explicar a sus discípulos su
pasión y muerte, la cual era ya inminente. Nos cuenta el Evangelista
que iba Jesús atravesando Galilea con ellos, pero que no quería que
nadie lo supiera pues iba enseñándoles justamente sobre lo que iba a
ocurrir pocos días después.
Por cierto, el Señor cada
vez que hablaba de su muerte, también hablaba de su resurrección. Pero
los discípulos no querían entender. Probablemente se quedaban con el
anuncio de la primera parte e -igual que nosotros hacemos- atemorizados
por el sufrimiento y la muerte, ni se daban cuenta del triunfo final:
la resurrección.
De tal forma huían los
Apóstoles del tema que Jesús quería tratar con ellos que, según nos
cuenta este Evangelio, se pusieron a hablar -sin que Jesús les oyera-
sobre quién de ellos era el más importante.
¡Cuán lejos puede llevarnos esa mentalidad de mundo que nos hace huir de la cruz que Jesús nos ofrece!
Miremos a los Apóstoles,
los más allegados al Señor: ante un asunto tan serio y delicado, tan
necesario de comprender y de aceptar, ellos usan la evasión y llegan al
extremo de cambiar el tema por discutir sobre quién sería el primero,
cuando ya Jesús no estuviera.
Como viene siendo habitual, para este Domingo XXV del Tiempo Ordinario, traemos las reflexiones de tres religiosos que lo hacen en nuestra lengua.
Lectura del santo evangelio según san Marcos (9,30-37):
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se marcharon de la montaña y atravesaron Galilea; no quería que nadie se entera se, porque iba instruyendo a sus discípulos. Les decía: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y, después de muerto, a los tres días resucitará.» Pero no entendían aquello, y les daba miedo preguntarle.
Llegaron a Cafarnaún, y, una vez en casa, les preguntó: «¿De qué discutíais por el camino?»
Ellos no contestaron, pues por el camino habían discutido quién era el más importante. Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos.»
Y, acercando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: «El que acoge a un niño como éste en mi nombre me acoge a mí; y el que me acoge a mí no me acoge a mí, sino al que me ha enviado.»
Palabra del Señor
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se marcharon de la montaña y atravesaron Galilea; no quería que nadie se entera se, porque iba instruyendo a sus discípulos. Les decía: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y, después de muerto, a los tres días resucitará.» Pero no entendían aquello, y les daba miedo preguntarle.
Llegaron a Cafarnaún, y, una vez en casa, les preguntó: «¿De qué discutíais por el camino?»
Ellos no contestaron, pues por el camino habían discutido quién era el más importante. Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos.»
Y, acercando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: «El que acoge a un niño como éste en mi nombre me acoge a mí; y el que me acoge a mí no me acoge a mí, sino al que me ha enviado.»
Palabra del Señor
COMENTARIO.
La cruz elegida y la elección del servicio
Jesús continúa con sus discípulos la enseñanza sobre la cruz que había iniciado en Cesárea de Filipo. La incomprensión y oposición que esta enseñanza provoca hace que Jesús la limite exclusivamente a los más cercanos y que evite el encuentro con las masas. En verdad el mensaje de la cruz sólo puede ser comprendido en el trato personal con el Maestro y, aún así, entenderlo y, sobre todo, aceptarlo no es cosa fácil. Y más si nos damos cuenta de que la cruz no es sólo la aceptación resignada de males que no podemos evitar, sino también un destino elegido. Esta es la clave que nos ofrece la primera lectura. Como un eco de los poemas del siervo de Yahvé del segundo Isaías (cf. Is 42, 1-7; 49, 1-7; 50, 4-9; 52, 13-15. 53, 10) este texto nos habla de la persecución del justo, que, en un dramático crescendo, llega hasta la condena a una muerte ignominiosa. Existen, de hecho, formas pasivas de presencia de la cruz que no podemos ni debemos buscar, como la enfermedad o la pobreza. Son males indeseables que, cuando resultan inevitables, hemos de tratar de sobrellevar, descubriendo en ellos un sentido que nos une a la cruz de Jesucristo. Pero, en la medida en que podamos evitarlos, debemos hacerlo. Jesús mismo alivia el hambre y la enfermedad de los que sufren, enseñándonos con ello que también nosotros debemos ayudar a los que padecen a superar sus males.
En cambio, el texto de la Sabiduría nos habla de una forma de sufrimiento que procede de la propia coherencia de vida, del compromiso con la verdad y la justicia, de la fidelidad a la propia conciencia y a Dios. No es raro que esta fidelidad y coherencia se atraigan la enemistad de algunos, del ambiente dominante que nos rodea, que no puede soportar un comportamiento que, por sí mismo, y aun sin pretenderlo, es una denuncia que pone al descubierto la inmoralidad entorno. La consecuencia de esta coherencia suele ser el rechazo y la persecución, en ocasiones incruenta (ridiculizar, difamar, hacer el vacío…), pero que a veces llega hasta el derramamiento de sangre. Se trata así de acallar la voz incómoda del profeta, presionándola para que se amolde a formas de mal socialmente aceptadas. Y, ante esta presión, el perseguido tiene que hacer una elección. Puede ceder y evitar la persecución adaptándose, y renunciando así a su propia conciencia, a sus convicciones morales o religiosas. Pero, a diferencia de las otras cruces, que en lo posible deben ser evitadas, aquí la única opción válida es la de aceptar la persecución para mantenerse fiel a uno mismo, al bien, la verdad, la justicia y la fe. Es decir, esta forma de cruz, si se presenta, ha de ser expresamente elegida, y siempre debemos estar en la disposición de cargar con ella. Así hay que entender este caminar lúcido y libre de Jesús hacia Jerusalén, donde sabe que le espera un proceso injusto y una muerte ignominiosa.
Este es el sentido de las palabras con las que Jesús cerraba el evangelio de la semana pasada: “el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará”. Estas palabras nos ayudan a comprender que elegir esta forma de cruz no tiene nada que ver con una especie de masoquismo espiritual, ni de heroísmo trágico. El anuncio de la pasión va acompañado de la profecía de la resurrección. El mensaje de la cruz es un mensaje pascual, que sin ocultar el rostro terrible y amenazante de la muerte, y una muerte de cruz (es decir, atroz e injusta), habla también del triunfo final del bien, de la justicia y de la Vida.
La instrucción a los discípulos, que de momento son incapaces de entender, significa que quien sigue a Jesús ha de aceptar no sólo el hecho de su trágico final, sino la disposición a vivir del mismo modo que él, con la misma coherencia y con las consecuencias negativas que pueden sobrevenir, como el único camino de salvación verdadera. Es una instrucción importante porque, como se ve en el texto de hoy, mientras Jesús les habla de su próxima pasión, ellos están preocupados por el éxito en este mundo, por alcanzar posiciones de prestigio y poder, que incluso se disputan entre ellos. Se puede decir que, al menos de momento, están en ondas completamente distintas. Pero Jesús no desespera por ello. Al contrario, toma pie en esa discusión de los apóstoles para introducirlos en la sabiduría de la cruz por la vía pedagógica del espíritu de servicio.
Frente a la lógica del poder, que
busca el reconocimiento, la fama, la riqueza, el ser servido, Jesús propone otra
forma de primacía: por un lado, hacerse servidor. No se trata de adoptar un
espíritu servil, sino de hacer una libre elección. El servicio realizado
libremente es parte de la esencia del amor. Pero, para ello, hay que dejar a un
lado las actitudes arrogantes y autosuficientes. Y aquí entra en juego la
enseñanza sobre los niños. Estos eran en la cultura del momento el prototipo de
la insignificancia social. Jesús toma un niño y lo abraza, y lo señala como “el
primero” y el más importante. Es claro que para los apóstoles el más importante
era Jesús, al que confesaban como Mesías e Hijo de Dios. Pues bien, Jesús les
dice que para acogerle a él, el más importante, tienen que acoger a los que,
según los parámetros sociales, carecen de importancia, como ese niño, del que
hace sacramento de su persona; y acogiéndole a él en los más pequeños acogen al
mismo Dios. El verdadero camino de seguimiento de Jesús, que conduce a la
salvación y a la vida, es el camino de la pequeñez (como la “infancia
espiritual” de santa Teresa de Lisieux), del servicio y de la cruz.
La carta de Santiago nos da un cumplido ejemplo de esta sabiduría de la cruz. Cuando uno elige “ser importante”, “el más importante”, surge inmediatamente el conflicto, la envidia, la rivalidad, el desorden y toda clase de males. Esto es lo que sucede cuando uno pretende ante todo dar satisfacción a sus pasiones, poniendo a su servicio a los demás y las cosas más sagradas. Como atestigua Santiago, esto puede pasar incluso en el seno de la comunidad cristiana. Lo que indica hasta qué punto muchos creyentes siguen y seguimos sin entender ni aceptar el camino de la cruz y del servicio que nos propone Jesús. Y si esto es así, ¿qué testimonio pueden (podemos) dar? ¿Cómo anunciar el evangelio de Jesucristo, del amor y de la paz, si vivimos en contradicción con la enseñanza de nuestro Maestro? Cuando tal sucede, ¿no estamos volviendo sosa la sal y escondiendo la luz bajo el celemín? (cf. Mt 5, 13-16). Una fe vivida de modo tan incoherente hace estéril nuestra vida y vacía nuestra oración. Pero, no lo olvidemos, los discípulos tampoco entendieron enseguida las enseñanzas de Jesús. Igual que ellos, también nosotros estamos en camino, y tenemos la posibilidad de volvernos a la escucha de la Palabra, que es el mismo Cristo, y que nos comunica la sabiduría que viene de arriba, con sus actitudes de paz, comprensión, tolerancia y misericordia, y que da frutos de justicia y buenas obras, de servicio constante y sincero. Esta es la consecuencia de la escucha, acogida y comprensión de la Palabra del Señor, de la sabiduría de la cruz: convertirnos en mensajeros y agentes de paz, primero en la propia comunidad cristiana y, después, en el mundo entero.
La carta de Santiago nos da un cumplido ejemplo de esta sabiduría de la cruz. Cuando uno elige “ser importante”, “el más importante”, surge inmediatamente el conflicto, la envidia, la rivalidad, el desorden y toda clase de males. Esto es lo que sucede cuando uno pretende ante todo dar satisfacción a sus pasiones, poniendo a su servicio a los demás y las cosas más sagradas. Como atestigua Santiago, esto puede pasar incluso en el seno de la comunidad cristiana. Lo que indica hasta qué punto muchos creyentes siguen y seguimos sin entender ni aceptar el camino de la cruz y del servicio que nos propone Jesús. Y si esto es así, ¿qué testimonio pueden (podemos) dar? ¿Cómo anunciar el evangelio de Jesucristo, del amor y de la paz, si vivimos en contradicción con la enseñanza de nuestro Maestro? Cuando tal sucede, ¿no estamos volviendo sosa la sal y escondiendo la luz bajo el celemín? (cf. Mt 5, 13-16). Una fe vivida de modo tan incoherente hace estéril nuestra vida y vacía nuestra oración. Pero, no lo olvidemos, los discípulos tampoco entendieron enseguida las enseñanzas de Jesús. Igual que ellos, también nosotros estamos en camino, y tenemos la posibilidad de volvernos a la escucha de la Palabra, que es el mismo Cristo, y que nos comunica la sabiduría que viene de arriba, con sus actitudes de paz, comprensión, tolerancia y misericordia, y que da frutos de justicia y buenas obras, de servicio constante y sincero. Esta es la consecuencia de la escucha, acogida y comprensión de la Palabra del Señor, de la sabiduría de la cruz: convertirnos en mensajeros y agentes de paz, primero en la propia comunidad cristiana y, después, en el mundo entero.
“De nuevo por el camino”
Acechemos al justo, que nos resulta incómodo”. Esas palabras se encuentran en el pasaje del libro de la Sabiduría que hoy se lee en la liturgia (Sap 2, 17-20). Son antiguas, pero podrían aplicarse a todos los tiempos y a todos los países. Al ponerlas en boca del impío, el texto subraya la fuerza que ejerce la presencia de los justos en una sociedad corrupta.
No es extraño que la persona honradas sea con frecuencia acusada, desprestigiada, alejada de su puesto de trabajo. El texto recoge tres acusaciones que dirigen contra ella los que la persiguen: “Se opone a nuestras acciones, nos echa en cara nuestros pecados, nos reprende nuestra educación errada”.
Si bien se mira, esas son las razones o sinrazones con las que muchas veces se explica la muerte de los mártires. Algunos han muerto por negarse a renegar de Dios. Pero muchos otros han sido asesinados por defender la dignidad de las personas que estaban siendo atropelladas por los facinerosos de turno. Matando al profeta pretendían éstos anular la profecía.
LA DISCUSIÓN
Ya nos damos cuenta de que ese texto bíblico ha sido elegido hoy como introducción a las palabras con las que Jesús anuncia su propia suerte: “El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres y lo matarán, y después de muerto, a los tres días resucitará” (Mc 9, 31).
Este es el segundo de los tres anuncios de la Pasión. Marcos lo coloca después de la transfiguración de Jesús y la curación del joven epiléptico a la bajada del monte. Según el texto evangélico, Jesús es consciente de la suerte que le espera, mientras que sus discípulos no entienden de qué les habla. Es más, les da miedo preguntarle.
No entienden lo que Jesús trata de decirles. Pero tampoco han asumido el estilo de su vida. De hecho, mientras van por el camino, discuten quién de ellos es el más importante. La pregunta de Jesús trasciende aquel momento y se aplica a los discípulos de todos los tiempos. También a nosotros nos pregunta el Señor de qué discutimos mientras vamos “de camino”. Será muy triste si pasamos la vida discutiendo sobre nuestra propia importancia.
LA ACOGIDA
“El que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado”. Ese es el gesto profético de Jesús antes las pretensiones de sus discípulos. Pero los gestos de los profetas siempre van acompañados por la palabra. Y aquí la palabra clave es “acoger”.
• Acoger a un niño. Ese es el signo de la gratuidad. El niño todavía no realiza un trabajo ni recibe un salario. No es “productivo”. Y, sin embargo es importante. Acoger a un niño significa reconocer la importancia del débil. Es decir del “in-útil”
• Acoger a Jesús. Él ha sido pobre y ha recorrido como un pobre los caminos del mundo. Acoger a Jesús, en su pobreza material, es la fuente de nuestra riqueza. Éñ pidió de beber a la Samaritana, pero podía dar un agua que salta hasta la vida eterna.
• Acoger al que le ha enviado. Jesús se sabe enviado por el Padre. Él es la imagen de Dios invisible. Acogerle es creer en él: en su mensaje y en su misión de salvación. Quien cree en el enviado cree también en el que lo envió.
- Señor Jesús, siendo grande te has hecho pequeño. Has tomado la forma de siervo, pasando por uno de tantos, mientras tus siervos pretendemos tomar la forma y la apariencia de señores. Perdona nuestra altanería y autosuficiencia. Y ayúdanos a descubrirte y acogerte en los pequeños y marginados. Amén.
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