Las Liturgia de hoy nos llevan una vez más a meditar sobre la paradoja de la cruz y del sufrimiento humano. El misterio del dolor humano es ¡tan difícil! de aceptar, mucho menos comprender... Las lecturas de hoy, sin embargo, pueden ayudarnos a entenderlo un poco más.
La Primera Lectura (Is. 50, 5-9)
nos presenta el anuncio que, siglos antes, hace el Profeta Isaías de los
sufrimientos de Cristo, descripciones tan reales que parece como si el Profeta
hubiera estado presente en el momento mismo que se sucedieron estos
acontecimientos
Importante observar la actitud de Jesús ante las
torturas inflingidas a El: aceptación del dolor con mansedumbre y
abandono confiado en la voluntad del Padre: “Yo no he opuesto resistencia, ni me he
echado para atrás. Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a
los que me tiraban de la barba. No aparté mi rostro de los insultos y
salivazos”.
El abandono confiado en Dios Padre se nota en esta
frase: “Pero
el Señor me ayuda, por eso no quedaré confundido, por eso endureció mi rostro
como roca y sé que no quedaré avergonzado”. La
confianza plena en el Padre le hace sentir cierto alivio y le asegura el
triunfo final, que se dará en el momento de la resurrección y con el objetivo
de su sufrimiento: la salvación de la humanidad.
Es fácil, entonces, sacar conclusiones aplicables para los momentos de sufrimiento propio: mansedumbre ante el dolor, entrega confiadísima a Dios, con la seguridad del alivio y del triunfo final.
Además, tener siempre en cuenta el objetivo del
sufrimiento: la salvación propia y de los demás. Como bien dice San
Pablo: “completo
en mi cuerpo lo que falta a los sufrimientos de Cristo” (Col. 1, 24). Y
es así: nuestros sufrimientos bien aceptados, en imitación a Jesús
sufriente y crucificado -y, por lo tanto, unidos al sufrimiento de
Cristo- los utiliza la providencia divina para la salvación de la
humanidad.
El Evangelio (Mc. 8, 27-35) recoge uno de los
pasajes más impactantes de Jesús con los Apóstoles. Iban de camino en una
de sus largas correrías, cuando Jesús decide preguntarles quién dice la gente
que es El.
Y como viene siendo habitual, hoy traemos las
reflexiones de otros tantos religiosos que lo hacen en nuestro idioma.
Lectura
del santo evangelio según san Marcos (8,27-35):
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se dirigieron a las aldeas de Cesarea de Felipe; por el camino, preguntó a sus discípulos:«¿Quién dice la gente que soy yo?»
Ellos le contestaron: «Unos, Juan Bautista; otros, Elías; y otros, uno de los profetas.»
Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy?»
Pedro le contestó: «Tú eres el Mesías.»
Él les prohibió terminantemente decírselo a nadie. Y empezó a instruirlos: «El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días.» Se lo explicaba con toda claridad.
Entonces Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo. Jesús se volvió y, de cara a los discípulos, increpó a Pedro:«¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!»
Después llamó a la gente y a sus discípulos, y les dijo: «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará.»
Palabra del Señor
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se dirigieron a las aldeas de Cesarea de Felipe; por el camino, preguntó a sus discípulos:«¿Quién dice la gente que soy yo?»
Ellos le contestaron: «Unos, Juan Bautista; otros, Elías; y otros, uno de los profetas.»
Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy?»
Pedro le contestó: «Tú eres el Mesías.»
Él les prohibió terminantemente decírselo a nadie. Y empezó a instruirlos: «El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días.» Se lo explicaba con toda claridad.
Entonces Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo. Jesús se volvió y, de cara a los discípulos, increpó a Pedro:«¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!»
Después llamó a la gente y a sus discípulos, y les dijo: «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará.»
Palabra del Señor
COMENTARIO.
“Tú eres el Mesías”.
Las respuestas sobre lo que dice la gente son evidentemente equivocadas. Pero al precisarlos un poco más, preguntándoles quién creen ellos que es, la respuesta del impetuoso Pedro no se hace esperar: “Tú eres el Mesías”. Es decir, ellos sabían que era el esperado por el pueblo de Israel para salvarlo, y Pedro lo confiesa así.
El
problema estaba en el concepto que del Mesías tenía el pueblo de Israel.
Y los apóstoles no escapaban a esa idea. Ellos esperaban un Mesías
libertador y vencedor desde el punto de vista temporal, que los libraría del
dominio romano y establecería un reino, mediante el triunfo y el poder.
Pareciera
como si los Apóstoles y, junto con ellos, el pueblo judío no hubiéran puesto
mucha atención a las clarísimas profecías de Isaías sobre el Mesías, como el
Siervo sufriente de Yahvé.
Por eso
Jesús tiene que corregirlos de inmediato. Cuando Pedro, pensando en ese
Mesías triunfador, llama a Jesús aparte para tratar de disuadirlo de lo que
acababa de anunciarles como un hecho, la respuesta del Señor resulta
¡impresionante!
Nos
cuenta el Evangelio que enseguida que Pedro lo reconoce como el Mesías, Jesús “se puso a explicarles que era necesario que el
Hijo del hombre padeciera mucho, que fuera rechazado por los ancianos, los
sumos sacerdotes y los escribas, que fuera entregado a la muerte y resucitara
al tercer día”
El Evangelista agrega: “Todo esto lo dijo con entera claridad”. Y lo dice para que nos demos cuenta de que Jesús sí les anunció todo lo que iba a sucederle, inclusive les anunció su resurrección.
Pero
ellos, obnubilados por el rechazo al patético anuncio de la pasión y muerte, no
entendieron bien, ni tampoco pudieron recordarse de estas palabras tan
importantes cuando se sucedieron todos los acontecimientos que el Señor les
había anunciado muy claramente.
La corrección que hizo el Señor de la idea equivocada del Mesías triunfador
temporal, fue especialmente severa para con Pedro, pero fue para todos los
discípulos, pues nos dice el texto que “Jesús
se volvió y, mirando a los discípulos, reprendió a Pedro”.
Le dijo sin ninguna suavidad: “¡Apártate
de mí, Satanás! Porque tú no juzgas según Dios, sino según los hombres”.
Ahora bien, tan severa respuesta tiene que tener algún motivo serio. San Pedro estaba siendo tentado por el Demonio y a éste Jesús le responde igual que cuando en el desierto quiso también tentarlo con el poder temporal.
Por la
severa respuesta de Jesús, resulta evidente que, para sus seguidores, rechazar
el sufrimiento no es una opción. Todo intento de rechazo de la cruz y del
sufrimiento, todo intento de buscarnos un cristianismo sin cruz y sufrimiento,
es una tentación y, como vemos, no va de acuerdo con lo que Jesús continúa
diciéndonos en este pasaje evangélico.
Dice el
texto que, luego de reprender a Pedro, se dirigió entonces a la multitud y
también a los discípulos, para explicar un poco más el sentido del
sufrimiento: el suyo y el nuestro.
“El que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga”. Más claro no podía ser: el cristianismo implica renuncia y sufrimiento.
Seguir
a Cristo es seguirlo también en la cruz, en la cruz de cada día. Y para
ahondar un poco más en el asunto, agrega una explicación adicional: “El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el
que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará”.
Pero...
¿qué significa querer salvar nuestra vida? Significa querer aferrarnos a
todo lo que consideramos que es “vida” sin realmente serlo. Es aferrarnos
a lo material, a lo perecedero, a lo temporal, a lo que nos da placer, a lo que
nos da poder, a lo ilícito, etc. Y a veces, inclusive, a lo que consideramos
lícito y hasta un derecho.
Si
pretendemos salvar todo esto, lo perderemos y, como si fuera poco, perderemos
la verdadera “Vida”. Pero si nos desprendemos de todas estas cosas,
salvaremos nuestra Vida, la verdadera, porque obtendremos, como Cristo, el
triunfo final: la resurrección y la Vida Eterna.
En la
Segunda Lectura (St. 2, 14-18) el
Apóstol Santiago nos habla de que la fe sin obras es cosa muerta.
Relacionando esto con el sentido del sufrimiento humano, podríamos decir que si
el cristiano no testimonia su fe en Cristo, aceptando llevar con El su cruz,
esa fe es vana.
Sin embargo, más allá de esta aplicación de la carta de Santiago al sufrimiento
humano, cabe aquí destacar lo trascendente y doloroso que ha sido este tema de
la fe y las obras en la vida de la Iglesia. En efecto, este tema ha sido
un tema muy conflictivo, a partir de la Reforma Protestante, iniciada por
Lutero.
Pero esta diferencia de tanto tiempo entre Católicos y Luteranos quedó saldada en Noviembre de 1999, con la firma de la Declaración Conjunta sobre la Doctrina de la Justificación. También la han firmado los Metodistas en 2006. De este documento copiamos a continuación algunos párrafos que resultan muy esclarecedores y útiles para la vida espiritual:
“En la
fe juntos tenemos la convicción de que la justificación es obra del Dios
trino ... Junto confesamos: ‘Sólo en la gracia mediante la fe
en Cristo y su obra salvífica y no por algún mérito nuestro, somos aceptados
por Dios y recibimos el Espíritu Santo que renueva nuestros corazones,
capacitándonos y llamándonos a buenas obras’ (#15)
“Juntos
confesamos que en lo que atañe a su salvación, el ser humano depende
enteramente de la gracia redentora de Dios... y es incapaz de volverse hacia El
en busca de redención, de merecer su justificación ante Dios o de acceder a la
salvación por sus propios medios. La justificación es obra de la sola
gracia de Dios. Puesto que Católicos y Luteranos lo confesamos, es válido decir
que: (#19)
“Cuando
los Católicos afirman que el ser humano ‘coopera’, aceptando la acción
justificadora de Dios, consideran que esa aceptación personal es en sí un fruto
de la gracia y no una acción que dimana de la innata capacidad humana. (#20)
“Juntos
confesamos que el pecador es justificado por la fe en la acción salvífica de
Dios en Cristo... Dicha fe es activa en el amor y, entonces, el cristiano no
puede ni debe quedarse sin obras (#25)
“Juntos
confesamos que las buenas obras, una vida cristiana de fe, esperanza y amor,
surgen después de la justificación y son fruto de ella. Cuando el
justificado vive en Cristo y actúa en la gracia que le fue concedida, en
términos bíblicos, produce buen fruto. Dado que el cristiano lucha contra
el pecado toda su vida, esta consecuencia de la justificación también es para
él un deber que debe cumplir. Por consiguiente, tanto Jesús como los
escritos apostólicos amonestan al cristiano a producir las obras del amor.
(#37)
“Según
la interpretación católica, las buenas obras, posibilitadas por obra y gracia
del Espíritu Santo, contribuyen a crecer en gracia para que la justicia de Dios
sea preservada y se profundice la comunión en Cristo. Cuando los
Católicos afirman el carácter
‘meritorio’ de las buenas obras, por ello entienden que, conforme al testimonio
bíblico, se les promete una recompensa en el Cielo. Su intención no es cuestionar
la índole de esas obras en cuanto a don, ni mucho menos negar que la
justificación siempre es un don inmerecido de la gracia, sino poner el énfasis
en la responsabilidad del ser humano por sus actos. (#38)
“Los
Luteranos ... consideran que las buenas obras del cristiano son frutos y
señales de la justificación y no de los propios ‘méritos’, también entienden
por ello que, conforme al Nuevo Testamento, la vida eterna es una ‘recompensa’
inmerecida en el sentido del cumplimiento de la promesa de Dios al creyente”
(#39)
Preguntas peligrosas
No es difícil imaginar las muchas
conversaciones que Jesús sostenía con sus discípulos “por el camino”. Muchas
tendrían que ver con el sentido de su vida y su misión y, al hilo de los
acontecimientos, con la aclaración de su identidad (rabino, maestro, profeta…),
y con la relación que los que le seguían tenían o habían de tener con él. En su
pedagogía, Jesús iba revelando quién era él realmente en la medida en que los
discípulos podían entender. Caminando por las aldeas de Cesárea de Felipe,
lejos de las masas de Galilea y de las hostilidades de Judea, Jesús dirige a
sus apóstoles, a los más cercanos, una pregunta decisiva y peligrosa. Al
principio la plantea en relación con “la gente”, esto es, pregunta por las
opiniones que sobre él corrían por ahí. Hay que reconocer que las opiniones
respecto de Jesús eran entonces (y suelen ser hoy también) bastante positivas:
se le identifica con los referentes más relevantes de la historia de Israel: un
profeta, y no un profeta cualquiera, sino Elías, o Juan el Bautista. Hoy se
escuchan otras opiniones, en general también favorables, que lo identifican con
un maestro de moral, o un luchador en favor de la igualdad y la justicia, un
utópico del amor, un pacifista…, es decir, con referentes que, en opinión de
esas gentes, tienen una coloración positiva. Pero a esa pregunta no es posible
responder sólo con una mera opinión. Cuando Jesús se dirige a sus apóstoles (y,
en ellos, a cada uno de nosotros) está pidiendo que nos definamos, que tomemos
postura, una postura que afecta a nuestra vida entera. La respuesta correcta a
esa pregunta no es una opinión, sino, como en el caso de Pedro hoy, una
confesión: Tú eres el Mesías. No sólo un profeta, ni siquiera un gran profeta,
sino aquel de quien hablaron todos los profetas, al que el Pueblo de Israel
esperaba, el que había de cumplir todas las antiguas promesas.
Podemos estar de acuerdo en que la
respuesta de Pedro es más que una opinión, que es una confesión y una confesión
correcta, una confesión que muchos de nosotros estamos dispuestos a formular en
esos mismos términos, pues profesamos la misma fe que Pedro y reconocemos en
Jesús del Nazaret al Hijo de Dios, al Dios con nosotros, al salvador del mundo
y de los hombres. Pero, ¿por qué decimos que esa pregunta es peligrosa? ¿Qué
peligro hay en confesar a Jesús?
Nos enfrentamos aquí con una cuestión decisiva
en la recta comprensión del cristianismo (no sé si de toda religión, pero,
desde luego, sí del cristianismo).
Hablando de opiniones, hay una muy
extendida según la cual la actitud religiosa (y la cristiana) procede del miedo
(a la muerte, a la responsabilidad, a la dureza del mundo…), y es una especie
de refugio para débiles. Pero si leemos atentamente las lecturas de hoy nos
tenemos que convencer justamente de lo contrario. Vayamos al texto de Isaías.
Hace falta mucho valor para escuchar la Palabra de Dios. En modo alguno se
trata de un refugio o de una huída: hay que tener mucho valor para escuchar y
acoger una Palabra que nos desafía, nos exige, nos llama a adoptar posturas
arriesgadas, a enfrentarnos con enemistades, persecuciones, injurias. El siervo
de Yahvé que habla en este pasaje no es uno que huya, que busque refugios
contra la intemperie… Al revés, es uno que vive al raso, en espacio abierto, y
que por afrontar el desafío de la Palabra de Dios está dispuesto a todo.
También Santiago, siempre tan conciso y
directo, nos da un buen ejemplo al respecto. A veces se ha pretendido enfrentar
al Santiago de las obras con el Pablo de la justificación por la sola fe. Pero
esa confrontación no tiene sentido. Implica, en primer lugar, desconocer las
múltiples exhortaciones paulinas a una vida acorde con la fe: por la fe nos
convertimos en nuevas criaturas, y esa novedad no puede no reflejarse en un
concreto modo de vida. En esto el acuerdo se da no sólo entre Pablo y Santiago,
sino también con Juan (y el mandamiento del amor) y los evangelistas
sinópticos, como Mateo en su descripción del Juicio final por las obras de
misericordia (cf. Mt 25, 31-46). Santiago nos reta a no separar la fe de la
vida, y a que la fe se refleje realmente en la vida. Y eso no se hace con
buenas palabras, sino con obras que tocan la carne de los necesitados. Como
vemos, la Palabra, no sólo no es un refugio contra la intemperie, sino que nos
manda salir a esa intemperie a remediar las necesidades de los que viven y
sufren en ella.
Todo lo anterior lo confirma el texto del
Evangelio, el diálogo en el camino, allá en Cesárea de Felipe. La fe confesada,
hemos dicho, no es una opinión, sino el fruto de una experiencia de
seguimiento, es decir, el resultado de un camino recorrido en contacto con
Jesús. Decir que la fe es una gracia no niega lo anterior, pues el seguimiento
es ya una gracia, fruto de una llamada gratuita. Y el que, como Pedro, confiesa
a Jesús al llegar a este punto del camino se encuentra con sorpresas incómodas,
con revelaciones peligrosas e inesperadas. Que Jesús es el Mesías lo podemos
entender en el sentido de que es Rey, de que tiene poder, de que junto a él el
pan está asegurado, y también, por tanto, el éxito, el favor de Dios. Pero hete
aquí que Jesús, una vez que lo hemos confesado, nos dice que su mesianismo no
es triunfante, hecho de poder y de éxito, sino, al contrario, que es un
mesianismo de cruz, de sufrimiento y de muerte. Y no es fácil aceptar esta
revelación, esta palabra dura y desencarnada. Basta que miremos la reacción de
Pedro, que se puede interpretar así: sí, creo en ti, pero no acepto la cruz. Y
esto no es una mera posición teórica.
A diferencia de Pedro, para nosotros,
aceptar la cruz como acontecimiento pasado puede resultar relativamente fácil.
Pero el problema es cuando la cruz aparece en concreto en nuestra vida, con
rostros inesperados, en situaciones imprevistas, o también en aspectos de la
cotidianidad que se nos antojan inasumibles. También ahí, nosotros, como Pedro,
nos ponemos a increpar a Jesús, eso sí, con la mejor intención: indulgentes
para con Cristo, pero en el fondo, indulgentes para con nosotros mismos. Y
entonces las palabras de Jesús se vuelven más duras y desafiantes: nos dicen
que nosotros, creyentes sinceros y confesantes, estamos convirtiéndonos en los
enemigos de Dios que, como Satanás, luchan contra Él.
Ante la inevitable presencia de la cruz en
la vida humana, también en la nuestra, Jesús nos llama una vez más a tener
coraje, a no huir, a no pararnos al borde del camino, llorando nuestra mala
suerte, nuestras penas y desgracias. Con frecuencia la cruz se convierte para
nosotros en la excusa perfecta para no caminar, para no salir al encuentro del
necesitado, para no amar. Decimos algo parecido a esto: “yo quisiera ser un
buen cristiano, incluso ser santo, pero… soy pobre, estoy enfermo, los que me
rodean me molestan en mi empeño, me siento débil, me asaltan muchas
tentaciones…” Nos sentamos al borde del camino y lloramos por la cruz que nos
ha tocado en suerte (en mala suerte, se entiende). Entonces escuchamos la voz
de Jesús que nos dice, “deja de lamentarte, toma la cruz y camina, muévete, no
hagas de todas esas cosas (que yo he tomado sobre mí) malas excusas para no
amar”.
Porque es verdad que el amor nos lleva,
como a Jesús, a asumir incomodidades y sinsabores, a estar dispuestos a dar la
vida, a perder, a asumir la cruz. No es cosa de cobardes ni de débiles,
sino de fuertes y de valientes. Y si sentimos que, de hecho, nos faltan las
fuerzas y el valor, tenemos que tener el coraje de mirar a Cristo, sabiendo que
tomamos la cruz para seguirle a Él, en quien creemos, con la confianza de que
la aparente derrota de la cruz es la victoria del amor sobre el pecado, la
debilidad y la muerte, es el verdadero camino de la salvación. En las palabras
de Jesús que cierran el Evangelio de hoy resuenan estas otras del Evangelio de
Juan: “En el mundo tendréis tribulación. Pero tened valor, yo he vencido al
mundo” (Jn 16, 33).
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