Desde hace
algunas semanas, estamos recorriendo un camino junto con Jesús. Cuando se
acercaba el tiempo de su ascenso a Jerusalén, Nuestro Señor “endureció su
rostro” (Lc 9, 51) y se puso en marcha hacia la ciudad del gran Rey (Sal 47,
2). Ciertamente sabía que allí los sacerdotes y los escribas lo rechazarían y
lo matarían, y todo aquel que intente detenerlo no tiene los pensamientos de
Dios, sino los de los hombres (cf. Mt 16, 23).
En su
recorrido, Jesús no siempre recibe hospedaje, ya que “tenía intención de ir a
Jerusalén” (Lc 9, 53), y advierte a sus discípulos que cosas similares les
sucederían a ellos (Lc 10, 10). ¡Ay de los lugares que, viendo pasar al
Maestro, no lo alojan! ¿Qué será de nosotros si lo dejamos pasar? Si nuestra
casa no le da albergue, ¡qué vacía se queda!
Ahora bien,
querido hermano, no pienses que el Nazareno hace esto forzado. Nadie podría
obligar al que creó todo, y por eso le dijo a Pilato que sólo tuvo potestad
para condenarlo porque eso le fue permitido desde el Cielo (cf. Jn 9, 11).
Jesús ha hecho todo por amor. Su corazón arde de amor por su Padre y por cada
hombre, caído y miserable, necesitado de su renovación para ser verdaderamente
feliz.
El doble
fuego de caridad que lo encendía, es también nuestro acceso a la vida eterna
(Lc 10, 27). “Haz eso y vivirás”, nos dice (Lc 10, 28). Elige la vida, ama a
Dios y al prójimo y tendrás la verdadera savia que no se seca y que te
rejuvenecerá siempre.
Y como viene
siendo habitual, hoy traemos las reflexiones de tres religiosos que nos hablan
en nuestro idioma, del Evangelio de San Lucas, en este Domingo XVI del Tiempo
Ordinario - Ciclo "C"- .
Lectura del santo evangelio según san
Lucas (10, 38-42):
En aquel
tiempo, entró Jesús en una aldea, y una mujer llamada Marta lo recibió en su
casa. Ésta tenía una hermana llamada María, que, sentada a los pies del Señor,
escuchaba su palabra.
Y Marta se
multiplicaba para dar abasto con el servicio; hasta que se paró y dijo: «Señor,
¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola con el servicio? Dile que me
eche una mano.»
Pero el
Señor le contestó: «Marta, Marta, andas inquieta y nerviosa con tantas cosas;
sólo una es necesaria. María ha escogido la parte mejor, y no se la quitarán.»
Palabra del
Señor
COMENTARIO
¿Marta o María?
Se suele
leer este texto evangélico en clave de dialéctica o confrontación entre la
acción y la contemplación, entre el compromiso activo y la oración. Y, a juzgar
por las severas palabras que Jesús dirige a Marta, sería la oración la que
saldría ganando. Algo, por cierto, que no está muy en sintonía con la
mentalidad actual. No es que Jesús descalifique por completo la acción, pues no
habla de una parte buena y otra mala, sino de una especie de preferencia de la
contemplación sobre el servicio, ya que se refiere a aquella como “la parte
mejor”. ¿Está realmente Jesús alabando la oración y la contemplación en
detrimento de la acción en favor de los demás, en este caso, incluso, del mismo
Cristo? Si así fuera, no dejaría de resultar extraño, pues estas palabras de
Jesús parecen chocar frontalmente con otras, en las que nos dice que para
entrar en el Reino de los Cielos no basta decir “Señor, Señor”, sino que hay
que hacer su voluntad (cf. Lc 6, 46; Mt 7, 21). Jesús exhorta en diversas
ocasiones a adoptar esta actitud de servicio (cf. Lc 22, 26), hasta el punto de
hacerse él mismo servidor de sus discípulos (cf. Lc 22, 27; Jn 13, 4-15). Y
recordemos que en la parábola del Juicio Final (cf. Mt 25, 31-46) cifra la
salvación no en específicas acciones religiosas, sino en la activa preocupación
por aliviar a los que sufren.
Tal vez haya
que buscar el hilo conductor y la clave de lectura de este texto evangélico en
lo que tiene de común con la primera lectura: la actitud de acogida. En el
texto de Génesis Abraham recibe a tres caminantes desconocidos, a los que
ofrece las típicas muestras de hospitalidad oriental. El extraño hecho de que
se dirija a ellos como a uno solo, llamándoles “Señor”, ha dado pie a que, ya
desde la época patrística, se entienda este pasaje como una primera teofanía de
la Trinidad. Acogiendo a los peregrinos, Abraham acoge al mismo Dios.
En el
Evangelio Marta y María acogen a un caminante bien conocido, pues tanto aquí
como en el evangelio de Juan (cf. Jn 11, 1-44), está atestiguada la amistad de
esta familia con Jesús. La agitación de Abraham para atender debidamente a sus
desconocidos huéspedes es similar a la de Marta, que “se multiplicaba para dar
abasto con el servicio”. Salta a la vista (y parece que esa era la intención
del evangelista en el modo de narrar los hechos) el contraste con la actitud de
María, que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra.
Cuando uno
se multiplica es natural que pretenda que otros dividan con él el trabajo. Y
también parece natural que se reaccione con una cierta irritación ante la
aparente pasividad de los que deberían echar una mano. La apelación de Marta a
Jesús da a entender ese enfado, que incluye un leve reproche al mismo Cristo:
“¿No te importa…?” La, para muchos, sorprendente respuesta de Jesús denota
tranquilidad y paciencia, pero también incluye una clara amonestación a la
actitud de Marta (y una defensa de la de María). ¿Está Jesús, como insinuábamos
al principio, dando prioridad a la contemplación sobre la acción?
Si la clave
está en la acogida, podemos entender que hay dos formas de acogida: la acogida
material, la preocupación por el bienestar externo del huésped; y la acogida de
corazón, que abre no sólo la casa, sino que acepta a la persona con todo su
significado, y se abre completamente a su mensaje. Jesús no critica la acción,
ni rechaza en consecuencia la primera forma de acogida. Ya hemos dicho que nos
avisa de que nuestra acogida de su persona no sea sólo de palabra (de boquilla,
decimos en castellano), sino con actos. Pero, ¿cómo podemos hacer su voluntad,
prolongando su misma actitud de servicio, si previamente no nos hemos detenido
a escuchar atentamente su palabra, dejando que nos interpele y nos toque por
dentro?
En el suave
reproche a Marta, podemos leer una crítica del activismo, un mal que afecta a
muchos en la Iglesia. Se emprende una actividad desbordante, apremiados por las
muchas necesidades, se hacen muchísimas cosas, pero ese multiplicarse para dar
abasto puede no tener el sello de la verdadera actividad cristiana,
precisamente porque ya no se alcanza para “perder el tiempo” a los pies del
Señor, en la escucha de su palabra. Se abren las puertas de la propia casa, se
dedican el tiempo y las fuerzas a actividades religiosas, evangelizadoras,
solidarias…, pero el trato con el Señor se queda fuera, Cristo se queda al
margen de esa actividad intensísima: quiere hablar con nosotros (para eso ha
venido a nuestra casa), pero se encuentra que, inquietos y nerviosos con tantas
cosas, no le prestamos atención. Le hemos abierto las puertas exteriores de la
casa, pero nuestro corazón permanece cerrado a su palabra. Y es que su palabra
es peligrosa, nos pone en cuestión, nos llama a dar pasos que, tal vez, no
queremos dar. La actividad puede ser una forma de autojustificación, una excusa
para permanecer sordos a la palabra de Jesús (aunque la “usemos” con
frecuencia, como material de nuestra actividad pastoral, o social). Cuando esto
sucede, la mucha actividad refleja nuestras cualidades, nuestro compromiso,
nuestra bondad, nuestra voluntad, pero ya no es el sacramento y el reflejo de
lo único importante, de la Palabra (que es el mismo Cristo), que debemos
transmitir, de la que debemos dar testimonio. ¿Cómo podemos reflejarla, si no
la hemos escuchado, si no la hemos contemplado, si no le hemos dado cabida
dentro de nosotros? Sí, Jesús quiere que hagamos, pero que hagamos su voluntad,
que pongamos en práctica sus mandamientos, que nuestro servicio sea
prolongación y testimonio del suyo, de Él, que se ha hecho servidor de sus
hermanos.
Por este
motivo, no debemos ser avaros en el tiempo de la escucha y la contemplación, en
el tiempo dedicado a la aparentemente estéril oración. Obispos y sacerdotes,
religiosos y laicos, todos en la Iglesia tienen que hacer suya esa parte mejor
de María, para que en la actividad pastoral, social, profesional, familiar, en
todo lo que hagamos, seamos un reflejo de la palabra que, como dice Pablo,
amonesta, enseña, da sabiduría, y nos hace llegar a la madurez de la vida en
Cristo, cada uno según su propia vocación dentro de la Iglesia.
Volviendo al
episodio de Abraham, podemos comprender que en la aparente esterilidad de la
oración hay, sin embargo, una fecundidad que ninguna actividad meramente humana
puede alcanzar. El anciano Abraham y la estéril Sara reciben la promesa de una
descendencia humanamente imposible. La Palabra escuchada y acogida es como una
semilla que da frutos inesperados, frutos de vida nueva, de una vida más fuerte
que la muerte.
Algo
parecido se puede decir de algo tan humanamente inútil e indeseable como el
sufrimiento. Pablo nos ilumina a este respecto, cuando hace de sus sufrimientos
personales no sólo una participación en los dolores de Cristo (que sigue
sufriendo en su Iglesia y en todo sufrimiento humano), sino también parte
esencial de su ministerio apostólico. Esta es otra forma de estar a los pies
del Señor, como María, la madre de Jesús, y las otras Marías, que “estaban
junto a la cruz” (Jn 19, 25).
Así pues,
tenemos que trabajar, actuar, realizar buenas obras, multiplicarnos como Marta
(que también la Iglesia considera santa y modelo de acogida), pero hemos de
hacerlo impregnados de la palabra del Señor, que escuchamos y contemplamos
asidua y pacientemente. Es ella la que nos hace partícipes del Misterio Pascual
de Cristo, la que nos ayuda a dar sentido cristiano a nuestras acciones y a
nuestros propios sufrimientos, haciendo fecundo lo que a los ojos del mundo es
estéril e inútil; es esa palabra, que es el mismo Cristo, la parte mejor que
hemos de aprender a elegir, para, por medio de nuestras buenas obras (cf. Mt 5,
16), revelar eficazmente hoy al mundo el misterio escondido desde siglos y
generaciones.
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