¿Y quién es mi prójimo?... En el plano narrativo, la imagen
elegida por Jesús es muy sugerente. Sabedores de las relaciones entre los
judíos y los samaritanos*, por una parte, y la comprensión de pureza ritual que
tiene el mundo sacerdotal y levítico, por otra, podemos percatarnos de la
valentía de Jesús al proclamar esta parábola o relato ejemplar para identificar
al prójimo. Ante la pregunta, entre inquisitiva y maliciosa, del letrado acerca
de dónde encontrar al prójimo, Jesús respondió con este relato. Las parábolas*
son la expresión del alma de un verdadero poeta e indiscutible comunicador de
la Buena Nueva. Este relato intenta poner ante el letrado una situación límite.
Los piadosos de Israel, los escrupulosos con la Ley, pasan de largo ante la
necesidad evidente del hombre malherido. Precisamente el samaritano, el odiado
por Israel, inmediatamente se acerca al que lo necesita porque no tiene los
escrúpulos que retraen al sacerdote y el levita. Es el encuentro de un hombre
frente al hombre necesitado y actúa sin mayores problemas ni planteamientos. El
prójimo es cualquier persona necesitada de ayuda o simplemente de compañía,
solidaridad o comprensión. Jesús entiende por prójimo cualquier persona,
cualquier ciudadano del mundo, imagen y semejanza de Dios. En nuestro mundo
necesitamos volver a esta presentación y comprensión de Jesús.
¡Anda y haz tú lo mismo!
En la teoría era fácil la respuesta. Otra cuestión para el letrado era la práctica: ¿un samaritano ayudando a un judío? ¿Un samaritano es el elogiado por Jesús? ¿Un samaritano puede ser modelo ejemplar para un judío? ¿No sería al revés? He ahí las paradojas que aparecen en la predicación y praxis de Jesús. Ciertamente el letrado respondió atinadamente. Pues solo resta una solución y una salida: que el judío haga lo mismo que el samaritano y así agradará al Dios invisible que reconoce y adora como único Dios y Señor que se le hace presente incluso en un extranjero y odiado samaritano. La misericordia está por encima del culto. Esta fue la actitud mantenida fielmente por Jesús. Porque Él sabía muy bien que esto es lo que agradaba a su Padre celestial “que hace llover sobre justos y pecadores y envía su sol sobre judíos y paganos”. En Jesús se ha producido una ruptura radical. ¿Es un apóstata de la Ley de Israel? ¿Es un intérprete, el único válido intérprete, de la misma? Esta parábola orienta en dos direcciones: al letrado y a sus correligionarios les hará reflexionar; al resto de oyentes les aliviará. No es Jesús un traidor a la Ley, sino que la lleva a su plenitud. Y esta parábola revela uno de los rasgos más importantes de lo que hay que entender por llevarla a su plenitud y cumplimiento. Hoy como ayer, es necesario volver la mirada al comportamiento de Jesús. Sólo de esta manera el Evangelio seguirá teniendo fuerza y vigor en medio de nuestro mundo.
Y como viene
siendo habitual, hoy traemos las reflexiones de tres religiosos que nos hablan
en nuestro idioma, del Evangelio de San Lucas, en este Domingo XV del Tiempo
Ordinario - Ciclo "C"- .
Lectura
del santo evangelio según san Lucas (10,25-37):
En aquel tiempo, se presentó un maestro de la Ley y le preguntó a Jesús para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?»
Él le dijo:
«¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?»
Él contestó:
«Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas
tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo.»
Él le dijo:
«Bien dicho. Haz esto y tendrás la vida.»
Pero el
maestro de la Ley, queriendo justificarse, preguntó a Jesús: «¿Y quién es mi
prójimo?»
Jesús dijo:
«Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que lo
desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto. Por
casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y, al verlo, dio un rodeo y
pasó de largo. Y lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo dio
un rodeo y pasó de largo. Pero un samaritano que iba de viaje, llegó a donde estaba
él, y, al verlo, le dio lástima, se le acercó, le vendó las heridas, echándoles
aceite y vino, y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y
lo cuidó. Al día siguiente, sacó dos denarios y, dándoselos al posadero, le
dijo: "Cuida de él, y lo que gastes de más yo te lo pagaré a la
vuelta." ¿Cuál de estos tres te parece que se portó como prójimo del que
cayó en manos de los bandidos?»
Él contestó:
«El que practicó la misericordia con él.»
Díjole
Jesús: «Anda, haz tú lo mismo.»
Palabra del
Señor
COMENTARIO.
Las Lecturas del día de hoy nos hablan del amor al prójimo, como mandamiento. Por eso trataremos sobre la Caridad Cristiana y los deberes que tenemos para con nuestros semejantes.
Lo primero que debemos tener en cuenta es el hecho de que la
Caridad es una virtud infundida en nosotros por Dios. Es decir, nosotros no podemos amar por
nosotros mismos, sino que Dios nos ama y con ese Amor con que Dios nos ama,
podemos nosotros amar ... amarle a El y amar también a los demás. Si Dios no nos amara, el hombre sería incapaz
de amar.
Podemos, entonces,
amar a Dios, como nos pide el Evangelio de hoy:
“con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, con todas nuestras
fuerzas y con todo nuestro ser” (Lc. 10, 25-37). Así, con esa medida, debemos amar a
Dios. Y esto no es imposible.
Nos lo asegura la Primera Lectura del Libro del
Deuteronomio, que es el libro del Antiguo Testamento que explica la Ley de Dios
en forma práctica. Ahí nos dice Moisés
lo siguiente: “Los mandamientos no son
superiores a tus fuerzas, ni están fuera de tu alcance ... Por el contrario,
todos los mandamientos están muy a tu
alcance, en tu boca y en tu corazón para que puedas cumplirlos”. (Dt. 30,
10-14)
O sea, que los mandamientos no son imposibles de cumplir, ni están por encima de nuestra capacidad. Hoy hablaremos de los Mandamientos, resumidos o contenidos en dos: el Amor a Dios y el amor al prójimo. Así lo refiere el Evangelio de hoy. Así lo aprendimos en el Catecismo: los 10 Mandamientos de la Ley de Dios se encierran en dos (Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo).
Ambos Mandamientos están unidos. Uno es consecuencia del otro. No podemos amar a nuestros semejantes sin
amar a Dios. Y no podemos decir que
amamos a Dios si no amamos a nuestros semejantes. Se ha comparado esta doble dimensión del Amor
con los elementos de una cruz: la línea
vertical indica el amor a Dios y la horizontal el amor a los hombres ... para
indicar así que ambos son inseparables.
Volvamos, entonces, al concepto de Caridad.
La Caridad, o sea, el Amor, es una virtud, es decir, una
costumbre o un hábito de característica espiritual, que es infundida por Dios
en nuestra alma, por medio de la cual amamos a Dios sobre todas las cosas, por
lo que Dios es. Y por medio de la cual
también amamos a los demás, porque Dios ha infundido su Amor en nuestros
corazones (cf. Rom. 5, 5), para que seamos capaces de amar con el Amor con que
El nos ama. Y amamos a los demás porque
Dios así lo quiere y así nos lo ordena.
Amor es … entonces, un mandamiento, un mandamiento
ineludible.
Y esta obligación de amar a los demás está basada en que
todos los seres humanos, sin excepción, somos “imagen de Dios”.
Esto nos lo recuerda la Segunda Lectura de la Carta de San
Pablo a los Colosenses, cuando nos dice:
“Cristo es la imagen de Dios invisible, el primogénito de toda la
creación” (Col. 1, 5-20). Cristo es el
primero en todo. Y nosotros con El y
después de El, somos también imagen de Dios.
He ahí nuestra dignidad: la
imagen de Dios está impresa en nuestra alma.
Allí se basa la Ley del Amor: en
el reconocimiento del valor que tiene cada ser humano. En cada persona reconocemos, estimamos y
amamos la imagen de Dios.
Por eso la Caridad no puede depender del deseo, del afecto o
de los lazos de sangre ... o de los lazos de raza, de nación o de religión,
como bien lo indica Jesús en la parábola del Buen Samaritano que nos trae el
Evangelio de hoy. Los judíos y los
samaritanos no se trataban, tenían muchas diferencias, sobre todo
religiosas. Pero el ejemplo del Buen
Samaritano nos recuerda que la Caridad Cristiana está por encima de toda
diferencia.
La Caridad Cristiana puede incluir esos lazos de afecto o de
sangre, de raza o de religión, pero no depende de éstos. Jesucristo mismo nos advierte
fuertemente: “Si amas a los que te aman
¿qué mérito tienes? Hasta los malos aman
a los que los aman. Y si haces bien a
los que les hacen bien, ¿qué mérito tienen?
También los pecadores obran así” (Lc. 6, 32-34).
He aquí la diferencia entre altruismo y caridad, entre
filantropía y amor. El Cristiano debe
amar; no le basta hacer el bien con un escondido interés o con una motivación
impura.
La Caridad es también independiente del sentimiento. Es más bien una disposición de la voluntad. Es un deseo de hacer el bien
porque Dios nos ama así y desea que nosotros amemos como El nos ama. Por eso la Caridad no es egoísta; es decir,
no busca la propia satisfacción, sino el servir al otro y complacer a
Dios. Además la Caridad incluye a
todos: buenos y malos, amigos y
enemigos, familiares y extraños, ricos y pobres.
En el caso del Evangelio de hoy, es importante hacer notar
esto de que la Caridad incluye a todos.
Es así como el extraño, el Samaritano, el que no era del país, el que
era considerado enemigo de la nación judía, fue el que ayudó al malherido por
los ladrones.
Aquí es importante hacer notar, como nota de cultura
bíblica, que el Mandamiento del Amor lo llamó nuestro Señor Jesucristo “el
mandamiento nuevo”. ¿Y por qué era
“nuevo”? Porque para los Judíos el
mandato de amor a los demás era sólo para los de su misma raza y nación: era un amor entre ellos mismos. Por eso el Señor lo llama un mandamiento
nuevo: porque se extendía a todos los
hombres.
Y aquí vamos a la definición que pide el Doctor de la Ley
del Evangelio. ¿Quién es el
prójimo? El Señor le responde con la
parábola del Buen Samaritano. Y con esto
el Señor dice que el prójimo -que significa “próximo”, o el más cercano- puede
ser alguien lejano ... como fue en este caso el extranjero.
Sin embargo, en el ejercicio de la Caridad, debemos saber
que nuestro prójimo es aquél que el Señor nos presenta en nuestro camino. Puede ser un familiar, pero puede ser también
un extraño.
Caridad o Amor es estar atentos a las necesidades de los demás: necesidades espirituales y corporales. Las espirituales: enseñar al que
no sabe, dar buen consejo al que lo necesita, corregir al que se equivoca,
perdonar las injurias, consolar al triste, sufrir con paciencia los defectos de
los demás, rogar a Dios por vivos y difuntos.
Las corporales: dar de comer al
hambriento, dar techo al que no lo tiene, vestir al desnudo, visitar a los
enfermos y presos, enterrar a los muertos, redimir al cautivo, dar limosna a
los pobres.
Y hacer estas cosas por servicio, no por propia
satisfacción. Hacerlas por amor a Dios,
no por quedar bien o por sentirnos bien nosotros mismos. Hacerlas porque vemos la imagen de Dios en
quien necesita nuestro servicio. Esa es
la diferencia entre altruismo o filantropía y Caridad Cristiana.
La Madre Teresa de Calcuta decía tener la gracia de ver el
rostro de Cristo en los miserables que ella atendía. Es una gracia que podríamos pedir: ver la
imagen de Dios, ver el rostro de Cristo en el prójimo necesitado. Pero aunque no nos sea dada esa gracia,
aunque no veamos la imagen de Dios en quienes nos necesitan, Amor es … un
mandamiento, un mandamiento ineludible.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nos interesa tus sugerencias