Mateo ha recogido el recuerdo de una tempestad vivida por los discípulos en el mar de Galilea para invitar a sus lectores a escuchar, en medio de las crisis y conflictos que se viven en las comunidades cristianas, la llamada apremiante de Jesús a confiar en él.
El relato describe de manera gráfica la situación. La barca está literalmente «atormentada por las olas», en medio de una noche cerrada y muy lejos de tierra. Lo peor es ese «viento contrario» que les impide avanzar. Hay algo, sin embargo, más grave: los discípulos están solos; no está Jesús en la barca.
Cuando se les acerca caminando sobre las aguas, los discípulos no lo reconocen y, aterrados, comienzan a gritar llenos de miedo. El evangelista tiene buen cuidado en señalar que su miedo no está provocado por la tempestad, sino por su incapacidad para descubrir la presencia de Jesús en medio de aquella noche horrible.
La Iglesia puede atravesar situaciones muy críticas y oscuras a lo largo de la historia, pero su verdadero drama comienza cuando su corazón es incapaz de reconocer la presencia salvadora de Jesús en medio de la crisis, y de escuchar su grito:
«¡Animo, soy yo, no tengáis miedo!».
La reacción de Pedro es admirable: «Si eres tú, mándame ir hacia ti andando sobre el agua». La crisis es el momento privilegiado para hacer la experiencia de la fuerza salvadora de Jesús. El tiempo privilegiado para sustentar la fe no sobre tradiciones humanas, apoyos sociales o devociones piadosas, sino sobre la adhesión vital a Jesús, el Hijo de Dios.
El narrador resume la respuesta de Jesús en una sola palabra: «Ven». No se habla aquí de la llamada a ser discípulos de Jesús. Es una llamada diferente y original, que hemos de escuchar todos en tiempos de tempestad: el sucesor de Pedro y los que estamos en la barca, zarandeados por las olas. La llamada a «caminar hacia Jesús», sin asustarnos por «el viento contrario», sino dejándonos guiar por su Espíritu favorable.
El verdadero problema de la Iglesia no es la secularización progresiva de la sociedad moderna, ni el final de la "sociedad de cristiandad" en la que se ha sustentado durante siglos, sino nuestro miedo secreto a fundamentar la fe sólo en la verdad de Jesucristo.
No nos atrevemos a escuchar los signos de estos tiempos a la luz del Evangelio, pues no estamos dispuestos a escuchar ninguna llamada a renovar nuestra manera de entender y de vivir nuestro seguimiento a Jesús. Sin embargo, también hoy es él nuestra única esperanza. Donde comienza el miedo a Jesús termina nuestra fe.
Soy yo, no tengáis miedo
El evangelio de hoy nos presenta tres escenas sucesivas: Jesús despidiendo a la multitud; Jesús orando en soledad; Jesús caminando sobre las aguas al encuentro de los discípulos.
La primera escena cierra el episodio de la multiplicación de los panes: tras haberse compadecido de la gente, curado a los enfermos y saciado a la multitud hambrienta, Jesús se ocupa de ellos hasta el final, y permanece con ellos para despedirlos. Así se muestra la verdadera solicitud del que se ha definido como el buen pastor de su rebaño.
En la segunda se retoma algo que quedó en suspenso a causa de la gente que lo buscaba. Jesús renunció a su retiro para atenderla, pero, una vez que se ha marchado, vuelve a la soledad, el silencio y la oración. Si la oración no puede ser una huida, una excusa para evitar los problemas acuciantes de los hombres, la dedicación a estos problemas tampoco puede excusarnos del trato personal con Dios en el silencio y la soledad. Compromiso y oración se reclaman mutuamente; no pueden subsistir de verdad el uno sin la otra. La oración sin compromiso con las necesidades de los demás está vacía; el compromiso sin oración en la soledad puede ser algo ciego, un altruismo encomiable, pero carente del sello distintivo de la fe cristiana. Precisamente es la fe en Jesús lo que vincula estas dos dimensiones, y lo que las une con la tercera escena.
La fe puede ser a veces producto del temor. Existe una cierta inclinación a pensar que Dios ha de manifestarse por medio de signos que, como el huracán o el terremoto, expresan su fuerza irresistible, su poder, ante el que el hombre no puede hacer otra cosa que temer y someterse. Pero el Dios Padre de Jesucristo se manifiesta más bien en la amabilidad tenue de la brisa, en la cercanía solícita de su propio Hijo. Esta forma de manifestación no quiere inducir al temor sino a la confianza: en medio de la tormenta, de la oscuridad de la noche y con el viento en contra Jesús va al encuentro de sus discípulos. Podemos entender que la barca zarandeada por el viento es una imagen de la Iglesia, que con frecuencia se mueve en medio de un ambiente hostil y contrario, en circunstancias amenazantes que parecen poner en peligro su supervivencia.
Los discípulos son presa del miedo, sienten que pueden hundirse, y no tienen ojos para reconocer a Jesús que, confortado y fortalecido por la oración en soledad, es capaz de caminar sereno sobre las aguas embravecidas, por encima de peligros y turbulencias. La fe basada en el temor ve fantasmas inexistentes o percibe en los acontecimientos adversos amenazas y castigos por parte de Dios. Pero no es ese el modo de actuar de un Dios que en la solicitud de Jesucristo hacia las masas enfermas y hambrientas ha revelado su rostro paterno. No es, pues, una voz de amenaza lo que nos dirige Jesús, sino de ánimo y de confianza: «¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!»
En los tiempos que vivimos, de crisis de fe, de abandono masivo de la práctica religiosa, de hostilidad creciente hacia la Iglesia, podemos sentir también nosotros la tentación del temor y el pesimismo, incapaces de ver a Jesús caminando con señorío en medio de la tormenta. Es importante que sepamos retirarnos a la soledad para aprender a percibir la voz de Jesús que nos da ánimo y nos invita a disipar el temor. Ahora bien, lo que ha de sustituir al temor no es una arrogancia pretenciosa que ignora los peligros y confía sólo en las propias fuerzas. En la actitud de Pedro hay una curiosa mezcla de fe verdadera y de arrogancia. Por un lado, la petición que dirige a Jesús («Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti andando sobre el agua») tiene algo de desafío y desconfianza («si eres tú»), que recuerda la tentación que los sumos sacerdotes lanzaron a Jesús en la cruz: «si eres Hijo de Dios, baja de la cruz» (Mt 27, 40). A veces exigimos que Dios nos muestre sus credenciales haciendo cosas extraordinarias. Pero hay también algo auténtico en esta petición de Pedro: en tiempos de turbulencias y viento contrario no es de recibo esconderse y buscar refugio en la barca.
Esta es también una tentación que debe ser evitada. Cuando pintan bastos algunos cristianos prefieren esconderse, evitar el conflicto, cerrarse sobre sí, aceptando que la fe es sólo una «opción privada», y buscando en la Iglesia un lugar seguro frente a la intemperie. Pero Jesús camina sobre las aguas, en medio de la tormenta, en medio del mundo al que ha venido a salvar a pesar de la hostilidad que le muestra. Como Pedro, hay que estar dispuesto a salir de la barca incluso cuando los peligros acechan. Pero hay que hacerlo con una fe confiada en Jesús, que nos salva de la arrogancia, nos tiende la mano e impide que nos hundamos, enseñándonos que es sólo en Él, y no en nuestras fuerzas, en quien debemos depositar toda nuestra confianza. Sólo así podremos caminar también sobre las aguas de la adversidad y alcanzar la paz que sólo Jesús nos puede dar. Esta tercera escena del Evangelio de hoy nos evoca estas otras palabras de Cristo: «Os he dicho estas cosas para que tengáis paz en mí. En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33).
Estas son las tres llamadas que resuenan con claridad en el Evangelio de hoy: solicitud hasta el final hacia las gentes necesitadas, encuentro con Dios en la soledad de la oración y, por fin, lo que une indisolublemente el primero con la segunda: la profesión de fe de los Apóstoles («los de la barca»): «Realmente eres Hijo de Dios».
Lectura del santo evangelio según san Mateo (14,22-33):
Después que la gente se hubo saciado, Jesús apremió a sus discípulos a que subieran a la barca y se le adelantaran a la otra orilla, mientras él despedía a la gente. Y, después de despedir a la gente, subió al monte a solas para orar. Llegada la noche, estaba allí solo. Mientras tanto, la barca iba ya muy lejos de tierra, sacudida por las olas, porque el viento era contrario. De madrugada se les acercó Jesús, andando sobre el agua. Los discípulos, viéndole andar sobre el agua, se asustaron y gritaron de miedo, pensando que era un fantasma.
Jesús les dijo en seguida: «¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!»
Pedro le contestó: «Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti andando sobre el agua.»
Él le dijo: «Ven.»
Pedro bajó de la barca y echó a andar sobre el agua, acercándose a Jesús; pero, al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, empezó a hundirse y gritó: «Señor, sálvame.»
En seguida Jesús extendió la mano, lo agarró y le dijo: «¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?» En cuanto subieron a la barca, amainó el viento.
Los de la barca se postraron ante él, diciendo: «Realmente eres Hijo de Dios.»
Palabra del Señor
COMENTARIO.
Estamos celebrando el domingo XIX del tiempo ordinario. Creo que un mensaje que nos trasmiten las lecturas de este domingo es que Dios no se impone a la fuerza en la relación personal con el hombre, sino que quiere ser aceptado libremente por él. Efectivamente, la fe es una relación personal entre Dios y el hombre; Dios tiene la iniciativa y el hombre tiene que responder a esa invitación; pero el hombre es libre, le puede decir que no a Dios. También nos recuerdan las lecturas el papel que puede jugar el miedo (los miedos) en esa relación personal que es la fe: nos pueden abrir a una mayor confianza en Dios.
En nuestro modo de transmitir la fe nos puede pasar que queramos obligar a la fuerza a nuestros hijos o nietos a que vengan a la Iglesia; así obraba el profeta Elías, quería imponer a la fuerza a Dios al pueblo de Israel. Elías es un profeta que se ha jugado todo por Dios; muy fogoso, crítico y fulminante. Denuncia al pueblo de Israel que se ha olvidado de la alianza con Dios; por eso es perseguido por la reina Jezabel. En estas circunstancias Dios le lleva al monte de Horeb, al Sinaí, como dice la primera lectura. A Elías le gustaría que Dios fuese como él, demoledor con el enemigo, como aquel discípulo del evangelio que le pidió a Jesús que bajara fuego sobre una ciudad porque no se convertían. Sin embargo, Dios se le revela en el monte no como un viento huracanado, no como un terremoto, no como fuego, sino como una suave brisa. Dios no "arrasa" al hombre, le quiere y le perdona y espera que se abra a él libremente.
En la segunda lectura vemos como San Pablo está dolido porque el pueblo de Israel está cerrado el reconocimiento del Mesías. Este es el misterio de la fe: el hombre le puede decir que no a Dios. Pablo dice, incluso, que le gustaría ser un proscrito lejos de Cristo por el bien de sus hermanos. Después de ser hijos, tener la presencia de Dios, la alianza, la ley, el culto, las promesas, los patriarcas, no reconocen al Mesías.
El texto del Evangelio que tenemos este domingo, cuenta cómo Jesucristo se acerca a sus discípulos andando sobre el agua, también lo podemos situar en este contexto de la fe como relación personal. Jesucristo no se impone a la fuerza, sino que espera que el hombre le pida la salvación, como hizo San Pedro. Este pasaje también da pie para ver qué papel pueden jugar los miedos en esa relación personal con Dios. Jesús dice: "¡Animo, soy yo, no tengáis miedo!". A Pedro le entró miedo, cuando iba andando sobre el agua, y empezó a hundirse; en ese momento dice: "¡Señor, sálvame!".
El ser humano es un ser miedoso. Tenemos miedo de muchas cosas: a la muerte, al sufrimiento y al dolor, a la incomprensión, al ridículo, a la soledad, a perder lo que tenemos... El miedo, en cualquier caso, nos paraliza, nos hace vivir encogidos, al acecho, a la defensiva, nos hace caer. Imaginaos que hay que cruzar un río por un tronco redondo; lo cruzará mejor quien tenga menos miedo, quien tenga miedo casi seguro que se caerá al río.
Hay personas a las que los miedos les llevan a dudar de Dios, les cierran a Dios, pues le culpan de su situación: "¿Por qué has permitido que me pase esto?".
Sin embargo el papel que debería desempeñar el miedo en la relación personal con Dios es el que hace que un niño en mitad de una tormenta se aferre a la mano de su padre; es decir, nos debería acercar más a Dios y confiar más plenamente en él. Como pasó con San Pedro: "¡Señor, sálvame!", ó como pasó con los discípulos, que les llevó a reconocer a Jesús: "Realmente, eres Hijo de Dios".
Así habla Fernando Sebastián en el Curso de Verano de la Universidad Juan Carlos I, en una ponencia llamada SECULARIZACIÓN Y FE (22 de julio de 2.005): "Los jóvenes no ven la importancia de lo que se les dice, no son capaces de valorarlo, les parece aburrido, inútil, molesto. No les interesa, no les atrae, no les dice nada. No entra en su mundo de valores, de intereses, de proyectos. Están en otro mundo cultural, antropológico, moral. Se sienten a gusto en otra concepción de la vida, centrada en sí mismos, dominada por el ideal de una vida fácil, abundante, sin exigencias éticas ni compromisos de ninguna clase, abandonada al ritmo que se supone espontáneo de la felicidad de cada momento, sin grandes proyectos, sin hacerse preguntas incómodas, sin aceptar limitaciones ni ingerencias en el sueño de una vida desinhibida y feliz, de un mundo abundante puesto al alcance de su mano. La vida es tan divertida y tan mediocre como un inmenso supermercado.
En esta situación no les resulta fácil entrar de verdad en la vida cristiana, se encuentran cómodos en la indiferencia religiosa, sin compromisos ni problemas de ninguna clase, pacíficamente instalados en una vida que ofrece lo que tiene y que tratan de aprovechar al máximo. Hasta que algún contratiempo, algún desengaño fuerte les hace ver la inconsistencia de todo el sistema. Este puede ser un momento de desesperación o de gracia. Esa es nuestra responsabilidad".
La JMJ es ciertamente un espacio para el encuentro con Jesucristo. Ojalá y esos jóvenes sean capaces de discernir todo lo que van a vivir y lo lleven al resto de jóvenes con los que conviven, que pueden estar en ese "eclipse de Dios".
Así, pues, el mensaje de este domingo podría ser: Dios está esperando que te abras totalmente a él; si en tu vida experimentas algún miedo, ¿no será una llamada de Dios para que confíes más en él?
Fuentes:
Iluminación Divina,
Jose A, Pagola
Pedro Crespo Arias,
José Maria Vegas, cmf ,
Ángel Corbalán
Después que la gente se hubo saciado, Jesús apremió a sus discípulos a que subieran a la barca y se le adelantaran a la otra orilla, mientras él despedía a la gente. Y, después de despedir a la gente, subió al monte a solas para orar. Llegada la noche, estaba allí solo. Mientras tanto, la barca iba ya muy lejos de tierra, sacudida por las olas, porque el viento era contrario. De madrugada se les acercó Jesús, andando sobre el agua. Los discípulos, viéndole andar sobre el agua, se asustaron y gritaron de miedo, pensando que era un fantasma.
Jesús les dijo en seguida: «¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!»
Pedro le contestó: «Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti andando sobre el agua.»
Él le dijo: «Ven.»
Pedro bajó de la barca y echó a andar sobre el agua, acercándose a Jesús; pero, al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, empezó a hundirse y gritó: «Señor, sálvame.»
En seguida Jesús extendió la mano, lo agarró y le dijo: «¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?» En cuanto subieron a la barca, amainó el viento.
Los de la barca se postraron ante él, diciendo: «Realmente eres Hijo de Dios.»
Palabra del Señor
COMENTARIO.
Estamos celebrando el domingo XIX del tiempo ordinario. Creo que un mensaje que nos trasmiten las lecturas de este domingo es que Dios no se impone a la fuerza en la relación personal con el hombre, sino que quiere ser aceptado libremente por él. Efectivamente, la fe es una relación personal entre Dios y el hombre; Dios tiene la iniciativa y el hombre tiene que responder a esa invitación; pero el hombre es libre, le puede decir que no a Dios. También nos recuerdan las lecturas el papel que puede jugar el miedo (los miedos) en esa relación personal que es la fe: nos pueden abrir a una mayor confianza en Dios.
En nuestro modo de transmitir la fe nos puede pasar que queramos obligar a la fuerza a nuestros hijos o nietos a que vengan a la Iglesia; así obraba el profeta Elías, quería imponer a la fuerza a Dios al pueblo de Israel. Elías es un profeta que se ha jugado todo por Dios; muy fogoso, crítico y fulminante. Denuncia al pueblo de Israel que se ha olvidado de la alianza con Dios; por eso es perseguido por la reina Jezabel. En estas circunstancias Dios le lleva al monte de Horeb, al Sinaí, como dice la primera lectura. A Elías le gustaría que Dios fuese como él, demoledor con el enemigo, como aquel discípulo del evangelio que le pidió a Jesús que bajara fuego sobre una ciudad porque no se convertían. Sin embargo, Dios se le revela en el monte no como un viento huracanado, no como un terremoto, no como fuego, sino como una suave brisa. Dios no "arrasa" al hombre, le quiere y le perdona y espera que se abra a él libremente.
En la segunda lectura vemos como San Pablo está dolido porque el pueblo de Israel está cerrado el reconocimiento del Mesías. Este es el misterio de la fe: el hombre le puede decir que no a Dios. Pablo dice, incluso, que le gustaría ser un proscrito lejos de Cristo por el bien de sus hermanos. Después de ser hijos, tener la presencia de Dios, la alianza, la ley, el culto, las promesas, los patriarcas, no reconocen al Mesías.
El texto del Evangelio que tenemos este domingo, cuenta cómo Jesucristo se acerca a sus discípulos andando sobre el agua, también lo podemos situar en este contexto de la fe como relación personal. Jesucristo no se impone a la fuerza, sino que espera que el hombre le pida la salvación, como hizo San Pedro. Este pasaje también da pie para ver qué papel pueden jugar los miedos en esa relación personal con Dios. Jesús dice: "¡Animo, soy yo, no tengáis miedo!". A Pedro le entró miedo, cuando iba andando sobre el agua, y empezó a hundirse; en ese momento dice: "¡Señor, sálvame!".
El ser humano es un ser miedoso. Tenemos miedo de muchas cosas: a la muerte, al sufrimiento y al dolor, a la incomprensión, al ridículo, a la soledad, a perder lo que tenemos... El miedo, en cualquier caso, nos paraliza, nos hace vivir encogidos, al acecho, a la defensiva, nos hace caer. Imaginaos que hay que cruzar un río por un tronco redondo; lo cruzará mejor quien tenga menos miedo, quien tenga miedo casi seguro que se caerá al río.
Hay personas a las que los miedos les llevan a dudar de Dios, les cierran a Dios, pues le culpan de su situación: "¿Por qué has permitido que me pase esto?".
Sin embargo el papel que debería desempeñar el miedo en la relación personal con Dios es el que hace que un niño en mitad de una tormenta se aferre a la mano de su padre; es decir, nos debería acercar más a Dios y confiar más plenamente en él. Como pasó con San Pedro: "¡Señor, sálvame!", ó como pasó con los discípulos, que les llevó a reconocer a Jesús: "Realmente, eres Hijo de Dios".
Así habla Fernando Sebastián en el Curso de Verano de la Universidad Juan Carlos I, en una ponencia llamada SECULARIZACIÓN Y FE (22 de julio de 2.005): "Los jóvenes no ven la importancia de lo que se les dice, no son capaces de valorarlo, les parece aburrido, inútil, molesto. No les interesa, no les atrae, no les dice nada. No entra en su mundo de valores, de intereses, de proyectos. Están en otro mundo cultural, antropológico, moral. Se sienten a gusto en otra concepción de la vida, centrada en sí mismos, dominada por el ideal de una vida fácil, abundante, sin exigencias éticas ni compromisos de ninguna clase, abandonada al ritmo que se supone espontáneo de la felicidad de cada momento, sin grandes proyectos, sin hacerse preguntas incómodas, sin aceptar limitaciones ni ingerencias en el sueño de una vida desinhibida y feliz, de un mundo abundante puesto al alcance de su mano. La vida es tan divertida y tan mediocre como un inmenso supermercado.
En esta situación no les resulta fácil entrar de verdad en la vida cristiana, se encuentran cómodos en la indiferencia religiosa, sin compromisos ni problemas de ninguna clase, pacíficamente instalados en una vida que ofrece lo que tiene y que tratan de aprovechar al máximo. Hasta que algún contratiempo, algún desengaño fuerte les hace ver la inconsistencia de todo el sistema. Este puede ser un momento de desesperación o de gracia. Esa es nuestra responsabilidad".
La JMJ es ciertamente un espacio para el encuentro con Jesucristo. Ojalá y esos jóvenes sean capaces de discernir todo lo que van a vivir y lo lleven al resto de jóvenes con los que conviven, que pueden estar en ese "eclipse de Dios".
Así, pues, el mensaje de este domingo podría ser: Dios está esperando que te abras totalmente a él; si en tu vida experimentas algún miedo, ¿no será una llamada de Dios para que confíes más en él?
Fuentes:
Iluminación Divina,
Jose A, Pagola
Pedro Crespo Arias,
José Maria Vegas, cmf ,
Ángel Corbalán
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