En
el Evangelio de hoy continúa el diálogo de Jesús con los que le pidieron de
“ese pan” que quien lo comiera no volvería a tener hambre, notamos que en la
discusión, mientras El más explicaciones les daba, ellos más se escandalizaban.
“Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan
vivirá para siempre” (Jn. 6, 51-58).
La
respuesta no se dejó esperar: “¿Cómo
puede éste darnos a comer su carne?”. Respuesta
totalmente justificable, pues ¿cómo podían comer la carne de uno semejante a
ellos? Sin embargo, ante tal objeción, Jesús no se retracta, sino que
continúa su argumentación con mayor ahínco.
"Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida”.
Les
plantea un misterio. Y no da explicaciones que puedan hacer el misterio
más comprensible. Tal vez porque quienes no creen en El, tampoco
aceptarían sus explicaciones. El Señor quiere nuestra fe. Y la fe
la tenemos como un regalo de El.
Claro
está: la fe don de Dios hay que hacerla crecer con nuestros actos de
adhesión a Cristo, el Hijo de Dios. La tenemos que hacer crecer con actos
de fe. “Señor, creo que estás verdaderamente presente en la hostia
consagrada”. “Señor, creo que estás presente en el altar con todo
tu ser de Hombre y todo tu ser de Dios”. “Señor, creo, aumenta mi
fe”. La fe hay que practicarla para que crezca día a
día.
Como viene siendo habitual, hoy traemos las reflexiones al Evangelio de tres religiosos que lo hacen en nuestro idioma.
Lectura
del santo evangelio según san Juan (6,51-58):
En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.»
Disputaban los judíos entre sí: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?»
Entonces Jesús les dijo: «Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí. Éste es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron;,el que come este pan vivirá para siempre.»
Palabra del Señor
En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.»
Disputaban los judíos entre sí: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?»
Entonces Jesús les dijo: «Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí. Éste es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron;,el que come este pan vivirá para siempre.»
Palabra del Señor
COMENTARIO.
"Mi carne es verdadera comida..."
“Mi
carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida” (Jn 6, 55). Seguimos en Cafarnaún. Seguimos escuchando
el trascendental discurso que Jesús pronunció en su sinagoga. Hemos llegado al
centro del mismo. Hoy ya no nos detenemos a añadir algún dato geográfico o
arquitectónico de Cafarnaún o de la sinagoga, sino que nuestra atención se ha
de centrar sólo en Jesús. Si al principio del discurso Jesús nos invitaba vivir
una Pascua, la de pasar de sus beneficios a su persona, ahora nos invita a
vivir otra Pascua aún mayor y es la de pasar del conjunto de su persona al
centro mismo de su persona, al centro mismo de su misterio, al misterio de su
muerte redentora. Las expresiones que aparecen en el Evangelio de hoy son
ya expresiones sacrificiales: “comer la carne” y “beber la sangre”; estas
expresiones son las que se empleaban cuando se realizaban los sacrificios de
comunión. Primero se sacrificaba la ofrenda victimal y sólo después se podía
comer de esa carne sacrificada. Es decir, Jesús está aquí hablando de su futuro
sacrificio, está hablando de la Cruz como único camino para la redención, para
la vida eterna y la resurrección, es decir, para nuestra divinización. Jesús
hace en el día de hoy tres confidencias. Jesús nos dice: “Mi vida es sacrificio. Mi sacrificio es
un sacrificio de comunión. Mi sacrificio de comunión se va a perpetuar para que
todo el que quiera pueda participar en él”.
Primera confidencia: “Mi vida es sacrificio”. La palabra sacrificio deriva de sagrado, de consagrar. A veces identificamos la palabra sacrificio con destrucción, pero la palabra “destrucción” tiene un matiz degenerativo. Si un edificio se destruye ya no sirve para nada. En cambio, la palabra consagrar y, por tanto, la palabra sacrificio, tiene un sentido de elevación y mejora. Cuando se consagra algo, se sustrae del uso profano para que entre ya en el ámbito de lo divino. Sacrificar es divinizar, es entrar en un nivel mayor de ser. Cuando Jesús, refiriéndose a su Humanidad, dice que va a ser sacrificado nos está indicando que su vida va a ser para Dios. Su vida no se va a reducir a proporcionar directamente beneficios humanos sino que se va o ofrecer a Dios, que es el sentido más alto que se le puede dar a todo lo creado.
Segunda
confidencia: “Mi sacrificio es un sacrificio de comunión”. En los sacrificios de comunión, el
oferente no perdía sino que ganaba, ya que esa ofrenda le permitía, como si
dijéramos, compartir mesa y mantel con la divinidad, es decir, convivir con la
divinidad, divinizarse. Cuando Cristo nos dice que su vida es sacrificio y que
va a ser para Dios, esto no significa que entonces se van a acabar para
nosotros las ventajas de sus beneficios, sino que, gracias a ese sacrificio,
vamos a poder compartir mesa y mantel con Dios, vamos a convivir con Dios, nos
vamos a divinizar (que es el mayor beneficio de todos) porque su sacrificio es
un sacrificio de comunión.
Tercera confidencia: “Mi sacrificio de comunión se va a perpetuar para que todo el que quiera pueda participar en él”. Jesús emplea en los versitos de hoy hasta tres veces la fórmula genérica e intemporal de “el que come mi carne”. Con ello está abriendo la posibilidad de que todos pueden comer su carne. La posibilidad, pues, no queda limitada a un tiempo determinado o a un lugar determinado. Pueden comer su carne en el siglo primero y en el veintiuno, lo pueden hacer en Europa o en Oceanía. Pero esto sólo es posible si el sacrificio de Jesús se hace presente en todo tiempo y lugar por medio de la celebración litúrgica. Nuestra celebración, ahora, está haciendo posible que hoy y aquí podamos participar en el sacrificio de comunión de Cristo. En su fondo más rico y profundo la Misa es un sacrificio de comunión. Es verdad que en su estructura visible celebrativa nosotros distinguimos una sucesión de cuatro partes: ritos iniciales, liturgia de la Palabra, liturgia eucarística y ritos finales. Pero el contenido de todos estos ritos es un “sacrificio de comunión”. La consagración es el momento sacrificial. En ese momento nosotros perdemos la propiedad de nuestras ofrendas y pasan a ser propiedad de Dios, son consagradas, hechas sagradas, sacrificadas, no nos pertenecen, le pertenecen a Dios, han entrado en la esfera de lo divino. Esas ofrendas divinizadas las volveremos a encontrar, porque Dios nos las da, en el momento de la sagrada comunión. Pero entonces, por recibir lo que está divinizado, somos nosotros mismos divinizados. En la Misa, pues, celebramos un sacrificio de comunión. No puede haber comunión con la divinidad si previamente no hay sacrificio.
Ya veis
hasta dónde nos ha querido llevar Jesús en su discurso en la sinagoga de
Cafarnaún. Al amor de Dios no hay quien lo detenga a la hora de hacer bien las
cosas, a la hora de hacer grandes cosas. Por el sacrificio de Cristo entramos
en comunión con Dios. La muerte sacrificial de Cristo nos da acceso a la
divinidad. ¡Con qué espíritu de fe y con qué unción religiosa hemos de celebrar
la Santa Misa, sabiendo que se hace presente para nosotros el “sacrificio de la
comunión con Dios”! Estas semanas de atrás le decía yo a un sacerdote que
celebrar la Misa aquí (en el lugar donde yo celebro a diario) es un disfrute.
Es verdaderamente un disfrute espiritual por la atención, el recogimiento, la
piedad. El Señor nos mantenga en esa actitud y que cada vez que celebramos la
Eucaristía se entreabran para nosotros las puertas de la eternidad.
Venid a comer mi pan y
beber mi vino!!
“Venid a comer mi pan y a beber mi vino que he mezclado” Esas palabras parecen apropiadas para la publicidad de una posada medieval. El mesonero ofrece a los caminantes su pan y su vino. Bien sabe él que esos son los ingredientes fundamentales para iniciar un banquete. O al menos, lo primero que requiere el peregrino que llega hasta sus puertas.
Pero en
la liturgia de hoy, el mesonero que así habla no es otro que la Sabiduría
personificada. Como es habitual en la poesía hebrea, el texto del libro de los
Proverbios (Pr 9, 1-6), incluye una segunda frase que explica la primera:
“Dejad la inexperiencia y viviréis; seguid el camino de la prudencia”.
Ya
sabemos que la sabiduría no es simple erudición. Es el discernimiento que nos
ayuda a jerarquizar los valores. Es la sintonía con el proyecto de Dios.
Así pues, es la Sabiduría quien nos alimenta y reconforta. Sólo ella marca el
camino verdadero y orienta y guía a los caminantes. Sin el pan y el vino
de la Sabiduría podemos extraviarnos y perecer agotados.
LA VIDA
ETERNA
El
relato evangélico que hoy se proclama (Jn 6, 51-58) recoge un texto importante
del discurso de Jesús que sigue a la multiplicación de los panes y los peces.
El Maestro se ha comparado previamente con el maná que alimentó a los hebreos
en el desierto. Y se ha presentado a sí mismo como el pan bajado del cielo para
dar la vida a los hombres.
En un
paso sucesivo, identifica su pan con su propia carne y sangre: “Mi carne es
verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida”. Para escándalo de los judíos
que le oyen, Jesús explica su pensamiento con dos frases complementarias.
• “Si
no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en
vosotros”. Con la expresión negativa se nos advierte del riesgo de vivir junto
a la fuente y morir de sed. En la totalidad reflejada por el cuerpo y la
sangre, Jesús se nos entrega como el alimento imprescindible, que no puede ser
despreciado.
• “El
que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré en el
último día”. Con una expresión afirmativa se nos propone el gran don de
una vida que supera los límites del tiempo y de la muerte. Jesús es la
resurrección y la vida para todo el que se alimenta de su mensaje.
LA
INTIMIDAD
Hay
todavía otra frase afirmativa en el discurso del Maestro: “El que come mi carne
y bebe mi sangre habita en mí y yo en él”. La oferta de la vida se completa
ahora con la oferta de la intimidad.
• “El
que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él”. Nos pasamos la
vida cambiando de vivienda, y no sólo en el sentido material de la casa.
Buscando un lugar espiritual en el que echar raíces. Un espacio que pueda ser
nuestra morada. Un corazón en el que descansar. Eso y más es Jesús para el que
se alimenta de su vida.
• “El
que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él”. Jesús dijo una vez
que no tenía donde reclinar su cabeza. En el Apocalipsis se dice que Él está a
la puerta y llama para compartir nuestra mesa. Quien se alimenta de su cuerpo y
de su sangre le ofrece, casa y descanso. Y comparte su intimidad.
- Señor
Jesús, tú conoces nuestra necesidad de vivir de verdad, de convivir en
intimidad y de pervivir para siempre. Al entregarte en cuerpo y sangre, Tú nos
ofreces esa posibilidad. Bendito seas por siempre, Señor. Amén.
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