domingo, 13 de junio de 2010

"Siempre es tiempo de perdón"

DEL EVANGELIO DE LUCAS 15,3-7

En aquel tiempo, Jesús dijo esta parábola a los fariseos y maestros de la Ley: «¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto, y va a buscar la que se perdió hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, contento, la pone sobre sus hombros; y llegando a casa, convoca a los amigos y vecinos, y les dice: ‘Alegraos conmigo, porque he hallado la oveja que se me había perdido’.
Os digo que, de igual modo, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión».

Palabra del Señor.






COMENTARIO.

Nuestro mundo se caracteriza por un anhelo grande de justicia. Ante la violencia existente en nuestras calles, en nuestras familias, en la sociedad en conjunto, se pide, se exige que haya justicia. Y la justicia se identifica casi siempre con el castigo. Un delito, una falta, han de tener siempre el castigo adecuado y proporcional. En muchos países las iniciativas legislativas en este campo se orientan generalmente a establecer las penas para los comportamientos que la sociedad va entendiendo como negativos y reprobables o a aumentar las existentes. El castigo se incrementa pensando que así, de alguna manera, se compensa a las víctimas. No es más que la aplicación de aquel antiguo “ojo por ojo” del Antiguo Testamento. El resultado: las cárceles cada vez están más llenas.

En el Nuevo Testamento, sin embargo, se parte de una idea diferente: el perdón y la reconciliación. Es la misma justicia pero entendida de otra manera. Supera todos los tintes y rastros de venganza que hay en la justicia como la entendemos habitualmente. Da una nueva oportunidad a las personas. No condena sino que salva. No se mira al pasado sino al futuro de la persona.

Jesús abre nuevos caminos

La historia que nos cuenta el Evangelio de hoy es representativa de esta forma de pensar y de actuar de Jesús, que no se adapta ni a lo que se entendía entonces como justicia ni a lo que entendemos hoy. Jesús como siempre va más allá, rompe esquemas y abre nuevos caminos para la convivencia y la fraternidad.

De entrada, Jesús se sienta a comer invitado por un fariseo –sí, precisamente uno de esos a los que llamaba hipócritas y otras lindezas–. Es que para Jesús todos son hijos e hijas de Dios, hermanos y hermanas, y nadie es excluido por principio. Allí aparece una mujer –se dice de ella que es una pecadora y ya se sabe que eso significa que sería una prostituta– que lava con sus lágrimas y enjuga con sus cabellos los pies de Jesús. El fariseo, preocupado por la pureza, no entiende a Jesús. Dejarse tocar por una mujer pecadora es hacerse uno mismo impuro y, posiblemente, al resto de comensales. Jesús está jugando no sólo con su buena fama sino con la buena fama del mismo fariseo que le ha invitado a comer.

Aunque el fariseo no dice nada, Jesús lo intuye y le cuenta una parábola. Va sobre el perdón y el agradecimiento. Va sobre una pecadora a la que se le regala el perdón porque ama mucho y sobre un fariseo que no siente siquiera la necesidad del perdón. Va sobre los que se sienten puros y capaces de juzgar con severidad a los demás y los que, conscientes de sus limitaciones, lo esperan todo de la gracia. Va sobre el amor, la paz, la salvación y cómo todos esos dones –los más preciados para una buena vida– no se consiguen a base de esfuerzo sino de gratuidad, de amor sin condiciones. Va sobre el amor infinito con el que nos ama Dios.

Todo eso es lo que el fariseo no había entendido. Todo eso es lo que había expresado con sus actos aquella mujer. Todo eso es la propuesta de Jesús para montar nuestra sociedad sobre la base del amor, de la reconciliación, del perdón, de la gratuidad.

Justificados por el amor y el perdón

Como dice Pablo en la segunda lectura, nadie se justifica por cumplir la ley. Lo que nos justifica es la gracia de Dios. Dicho de otro modo: nuestra fe en Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios. Dicho de otro modo: el amor con el que Dios nos ama en Cristo Jesús. Ahí está la verdadera justificación. No en que nos hagamos justos a nosotros mismos a base de conseguir méritos que nos den el derecho a una plaza en el Reino de Dios. Sino en que es Dios el que nos levanta, el que nos saca de las tinieblas y nos lleva a la luz, el que nos abre a la vida, porque nos amó hasta entregarse por nosotros.

Dios es el que siempre nos da otra oportunidad, el que confía en nosotros más que nosotros mismos. El pecado de David había sido terrible –matar al marido para quedarse con su mujer–. Pero también tuvo perdón. Y para David se abrió un nuevo futuro de vida.

Confesar los pecados ante Dios no es caer en una revisión angustiosa de nuestros errores y obsesionarnos con lo malos que somos y el barrizal en que chapaleamos sin lograr levantar la cabeza nunca a lo alto. Es más bien lo contrario: darnos cuenta de que la mano de Dios nos levanta del barro, nos saca de lo hondo del pozo y nos da la posibilidad de volver a caminar mano a mano con nuestros hermanos y hermanas. Es experimentar en nuestra carne la gracia y el amor de Dios.

Y descubrir que una sociedad mejor no se construye sobre la venganza ni el castigo sino sobre la reconciliación y el perdón generoso. Por graves que hayan sido los delitos.


"A quien poco se le perdona, poco ama"

Hay experiencias que son constitutivas y constituyentes del cristiano; de manera que si una persona no las tiene quiere decir que aún le queda un camino importante que recorrer en su experiencia religiosa. La experiencia de la que nos hablan las lecturas de este domingo XI del tiempo ordinario es el reconocimiento del propio pecado y el perdón de Dios. Quiere decir que no existe un cristiano auténtico o completo sin esta experiencia de reconocimiento del propio pecado y del gozo de la misericordia de Dios. Esta experiencia es constitutiva porque en la relación con Dios uno se reconoce como criatura limitada; no puede ser de otra manera. Es constituyente porque, dependiendo de cómo se viva esta experiencia, te hace ser cristiano de una forma o de otra: el amor de Dios incide directamente en la experiencia de gratitud y en la gratuidad a la hora de amar a los demás.

Las lecturas nos ponen dos ejemplos: David y María Magdalena.

David —en la primera lectura—, rey de Israel, elegido por Dios para ser su mediador ante el pueblo de Israel, quedó prendado de la belleza de la mujer de Urías, militar de su ejército; tuvo relaciones con ella y, para que el tiempo no le delatara, ordenó poner en primera línea del ejército a Urías para que muriera en la batalla. Su pecado era adulterio y cómplice de asesinato. Dos pecados graves que Natán le obliga a reconocer a David para mostrarle el perdón de Dios.

La mujer pecadora del Evangelio la podemos identificar con María Magdalena. Una mujer pública, prostituta, que se presenta aquí ante Jesús reconociendo su pecado y que es contrapuesta por Lucas a la actitud del dueño de la casa, un fariseo, que piensa que no necesita del perdón de Jesús; es más se pregunta con sus convidados quién se cree éste que es para perdonar pecados, cosa que sólo Dios puede hacer.

Los comentarios de esta escena evangélica centran el tema en la relación que hay entre el amor y el perdón; son dos valores que mutuamente se alimentan. Cuando una persona se vive como pecador ante Dios, reconoce su pecado y se siente perdonado y querido por Dios, su vida adquiere un matiz de gratitud ante ese perdón y amor inmerecido y esta experiencia le capacita para llevar ese amor a los demás. Es cierto que a quien poco se le perdona, poco ama. A quien mucho se le perdona y no ama mucho es un desagradecido.

Cuando la relaciones con los demás están tejidas por el amor, la sensibilidad se vuelve más exquisita y se aprecian más las aristas que puede dañar a los demás. Por eso los santos tienen más conciencia de pecado. Cuando las relaciones con los demás están llenas de egoísmo, el pecado suele cegar la conciencia y uno no tiene capacidad para descubrir su error. Decía Pascal que hay dos clases de hombres: los unos justos, que se creen pecadores, y los otros pecadores, que se creen justos.


Dios te perdona, te salva, te justifica —por emplear el término que aparece en la según lectura—. Su amor y su perdón son gratuitos, no están condicionados por el esfuerzo que una persona puede hacer para merecer el perdón o la salvación. En ese sentido el cumplimiento de la ley no salva. El reconocimiento del pecado, la fe en Dios, son disposiciones para recibir la salvación, el perdón, la justificación. Cuando una persona reconoce su pecado, cuando uno tiene fe en Dios, le lleva a vivir una vida coherente con el amor de Dios y con su ley. No es muy consecuente la actitud de quien, perdonado una y otra vez, no cambia de vida y empieza a cumplir la ley de Dios.
Pues bien, hoy en día, no es fácil vivir esta experiencia constituyente del cristianismo. No hay mucho sentido de pecado. Algunos afirman que ya hay jóvenes, en las grandes ciudades, que tienen sentido de delito antes que de pecado. Este escaso sentido de pecado viene motivado porque hay déficit de experiencias religiosas y sentido creyente de la vida. No hay que olvidar que "pecado" es ante todo un concepto religioso; es decir, si uno no se sitúa como creyente ante la vida es improbable que tenga sentido de pecado. También hay escaso sentido de pecado por el relativismo moral que pone como máxima el "todo depende" de la intención y de las circunstancias, por encima de los hechos objetivos.


Ante estas circunstancias el camino que hemos de seguir los cristianos no debe ser fomentar el sentido de pecado en las personas con las que convivimos —tampoco hemos de callarnos lo que está mal—, sino motivar la relación con Dios que nos quiere y comprende. Desde la fe en Dios, la experiencia de sentirse pecador brota por sí misma.

Y el testimonio que debemos dar es que vean en nosotros personas siempre dispuestas al amor y al perdón.

Amen.












Fuentes:
Fernando Torres Pérez cmf
Pedro Crespo Arias
Ángel Corbalán
Blog Parroquia San García Abad.

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