domingo, 17 de junio de 2012

Cuando la semilla germina y crece (Evangelio dominical)



Las lecturas de este domingo nos hablan de agricultura, de cómo la planta comienza por la semilla, hecho que conocemos aún aquéllos que no nos ocupamos de las labores de la tierra.

En el Evangelio (Mc 4, 26-34) para explicarnos lo que es el Reino de Dios, Jesús nos plantea dos parábolas sobre las plantas y las semillas.

En la primera parábola nos destaca que la semilla hace su trabajo sola, que quien la planta se acuesta a dormir y de la noche a la mañana, la semilla ha germinado y la planta va creciendo sola, sin que éste sepa cómo sucede este crecimiento.

Jesús nos está recordando que la germinación y el crecimiento de las plantas suceden secretamente en lo profundo de la tierra, sin que nos demos cuenta.

¿Qué nos quiere decir el Señor con esta comparación? Jesús ha usado esta imagen de la semilla germinando para dar a entender que el Reino de Dios crece de manera escondida, como la semilla escondida bajo la tierra. Nadie se da mucha cuenta, pero eso tan pequeñito como la semilla tiene una vitalidad y una fuerza de expansión inigualable.

 Como viene siendo habitual, traemos las reflexiones sobre La Palabra de Dios, de tres religiosos que lo hacen en nuestro idioma.

 Evangelio según san Marcos (4, 26-34)

En aquel tiempo, Jesús dijo a la multitud: 
"El Reino de Dios se parece a lo que sucede cuando un hombre siembra la semilla en la tierra: que pasan las noches y los días, y sin que él sepa cómo, la semilla germina y crece; y la tierra, por sí sola, va produciendo el fruto: primero los tallos, luego las espigas y después los granos en las espigas. Y cuando ya están maduros los granos, el hombre echa mano de la hoz, pues ha llegado el tiempo de la cosecha". Les dijo también: 
"¿Con qué compararemos el Reino de Dios? ¿Con qué parábola lo podremos representar? Es como una semilla de mostaza que, cuando se siembra, es la más pequeña de las semillas; pero una vez sembrada, crece y se convierte en el mayor de los arbustos y echa ramas tan grandes, que los pájaros pueden anidar a su sombra". 
Y con otras muchas parábolas semejantes les estuvo exponiendo su mensaje, de acuerdo con lo que ellos podían entender. 
Y no les hablaba sino en parábolas; pero a sus discípulos les explicaba todo en privado.

Palabra del Señor



COMENTARIO. 

 Parábolas contra el desánimo 


El desánimo, como su mismo nombre indica, es una enfermedad del alma: por motivos muy diversos, el ser humano puede experimentar que se le desinfla el alma, que pierde el ánimo, el aliento interior que le hace caminar, luchar por lo que cree, superar dificultades. Se tiene entonces la impresión de que esa lucha es inútil, que ese camino no conduce a ninguna parte, que las dificultades son más fuertes que nosotros. Las causas del desánimo pueden ser muy diversas: pueden ser factores externos, hostiles a nuestras convicciones o a nuestra forma de vida, que pueden llegar a hacernos dudar, y a plantearnos si no seremos nosotros los equivocados; pueden ser problemas internos de nuestro grupo de referencia (matrimonio, comunidad, iglesia…), que no responde a nuestras expectativas, a la imagen ideal que nos habíamos hecho de él; pueden ser, también, causas estrictamente personales, como momentos de crisis, de oscuridad, de depresión…



El grupo de los discípulos de Jesús, aun yendo en pos del Maestro, experimentó también momentos así. Las grandes expectativas suscitadas en el encuentro con el joven rabino de Nazaret no acababan de cumplirse. Por un lado, la respuesta a la predicación no era tan positiva como hubiera sido de esperar; incluso encontraba una oposición abierta y creciente por parte de los dirigentes del pueblo, hasta el punto de que seguir a Jesús se hacía peligroso. Pero, además, por el otro lado, el mismo modo de concebir Jesús su mesianismo no correspondía con lo que los discípulos esperaban, apoyados incluso en las promesas del antiguo testamento, como da a entender la primera lectura: liderazgo social, político y militar, liberación de Israel, retorno de los tiempos de gloria como en el reinado de David. Nada de eso se estaba cumpliendo y, es más, no parecía que Jesús tuviera mucho interés en que fuera así. A todo esto cabe añadir las disputas internas de los discípulos, que distaban mucho de formar un grupo humano ideal…


También nosotros, discípulos de Jesús en estos tiempos, podemos experimentar tales momentos de desánimo: el Reino de Dios no sólo no crece, sino que parece estar en retroceso, al menos en los países de más fuerte tradición cristiana; la secularización ya no aboga sólo por una tolerancia más o menos indiferente hacia el hecho religioso, sino que empieza a mostrar ciertos signos de abierta hostilidad hacia la fe, la Iglesia y los creyentes. Y los rebrotes religiosos que se pueden percibir tampoco parecen jugar a favor de la fe cristiana: más bien son otras religiones, otras formas de espiritualidad las que nos toman la delantera. La causa del desánimo puede ser también la vida interna de la Iglesia, respecto de la que no pocos se sienten defraudados por los más variados motivos.



A los discípulos que caminaban con Jesús por los caminos de Galilea, y a los que caminamos hoy por los caminos de la vida y de la historia, nos cuenta Él hoy estas parábolas, parábolas contra el desánimo. Con ellas nos está llamando a la confianza en Dios, que es el que ha iniciado la obra buena y que Él mismo llevará a término. La obra buena es la siembra de la semilla de la Palabra. La aparente falta de éxito, la exasperante lentitud del proceso, tiene que ver con la lógica del mismo, que encuentra en esta imagen agrícola su mejor modelo. Sembrar la semilla y esperar sus frutos es un proceso largo, trabajoso, que requiere mucha paciencia, en el que hay periodos prolongados de aparente esterilidad, en los que “no pasa nada”, en los que “nada se ve”. Si nos impacientamos, nos da la impresión de que la Palabra no actúa, no da resultados, ni en nosotros que la escuchamos, ni en la Iglesia que la proclama, ni en el mundo ante el que tratamos de dar testimonio. El desánimo que nos embarga nos sugiere, como una tentación, que la Palabra no es ni viva ni eficaz, (cf. Hb 4, 12), que no está cerca de nosotros (cf. Rm 10, 8), que la fe no sirve para nada. Esta misma tentación nos puede hacer creer que sería más eficaz un modelo de acción de la Palabra basada no en anacrónicas imágenes agrícolas, sino en otras más actuales y eficaces, como la del supermercado, en el que compras directamente el producto empaquetado, listo para el consumo.

El problema de esta eficacia es que lo así adquirido siempre nos será ajeno, un artículo de usar y tirar que no alcanzamos a asimilar, a hacer nuestro. Así sucede con ciertas formas de espiritualidad más o menos de moda que nos prometen que nos “sentiremos bien” enseguida, o que tendremos éxito social, y en las que es difícil discernir la verdadera espiritualidad de la mera higiene mental.

 

 El modelo que nos propone Jesús, es verdad, es largo, lento y trabajoso, pero es así porque crece desde las raíces y madura desde dentro, hasta dar frutos que son propios, auténticos: es una verdadera ecología del espíritu. Jesús nos dice que Dios está haciendo su obra y que nosotros tenemos que creer con una fe que es confianza. Como nos recuerda Pablo, la fe nos guía aunque todavía no vemos (cuando alcancemos la visión, la fe ya no será necesaria); y aunque podemos sentir esta falta de visión como un destierro, conscientes de que vivimos en una situación de no total plenitud, no por eso hemos de perder la confianza, que no es otra cosa que la fe misma dinamizada por la esperanza.

¿Tenemos que entender estas palabras de Pablo, y las parábolas de Jesús, como una llamada a la pasividad, a no hacer nada, a esperar sentados? Al contrario. Precisamente el que vive en la confianza no pierde el ánimo y pone manos a la obra; el desanimado es el que baja los brazos. El mismo Pablo nos recuerda que la confianza de la que habla conlleva una responsabilidad: “todos tendremos que comparecer ante el tribunal de Cristo, para recibir el premio o el castigo por lo que hayamos hecho en esta vida”. No es que con nuestras obras podamos “comprar” la salvación, sino que la justificación que recibimos gratuitamente por la fe, al renovarnos por dentro, nos lleva a actuar de una manera nueva. Y es que con nuestras obras podemos favorecer o perjudicar el crecimiento de la semilla: podemos, siguiendo con la imagen agrícola, desbrozar la tierra y eliminar las malas hierbas, podemos regarla y abonarla, podemos, en síntesis, que nuestra tierra acoja favorablemente la semilla de la palabra; pero podemos también actuar de tal forma que la ahogue y le impida crecer: por ejemplo, no haciendo nada; o, todavía peor, sembrando malas semillas. La obra buena iniciada con Dios requiere de nuestra cooperación, la confianza lleva a una esperanza activa, constante, responsable y también a algunas renuncias.

Escuchar perseverantemente la Palabra, aunque a veces no la acabemos de entender; asistir con fidelidad a la reunión eucarística, aunque a veces “no nos diga nada”; mantener vivo el vínculo con Dios en la oración, pese a los momentos de sequedad…, son formas de vivir la fe con confianza, esperanza y responsabilidad que siempre acaban dando fruto. Puede ser que esos frutos se nos antojen casi insignificantes, ante la magnitud de los problemas y los poderes del mundo. Pero esa pequeñez insignificante es precisamente a lo que se parece el Reino de Dios: como el arbusto de la semilla de mostaza; no es un árbol (como el árbol grandioso que se describe en la primera lectura, una imagen, tal vez, de nuestros sueños de grandeza), pero es suficiente para que los pájaros puedan anidar en sus ramas y encontrar así sombra y cobijo.

La fe confiada que actúa es una fe que sí sirve, es decir, que está al servicio. Así han de ser nuestras obras: no grandiosas en su apariencia, pero sí capaces de ofrecer humildemente acogida, consuelo, descanso. Estos son ya signos de la presencia entre nosotros del Reino de Dios, son los frutos de la fe confiada y perseverante, los que podemos ir dando en nuestra vida, si nos aplicamos con perseverancia a la acogida de la semilla, a la escucha de la Palabra que es el mismo Jesús. Para ello tenemos que acudir a Él, procurar estar con Él, como aquellos discípulos que le acompañaban por los caminos de Galilea, a veces con entusiasmo, a veces desanimados, para que, igual que a ellos, nos lo explique todo en privado y, de esta forma, nos ayude a entender y nos dé ánimo para seguir caminando.

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