Hay que darle muchas vueltas a la Navidad para llegar a entender algo, poco realmente. Y más para que el misterio llegue realmente a donde tiene que llegar: al corazón de cada uno, al centro de nuestra vida, allá donde se generan las energías más vitales, las motivaciones más profundas. Quizá sea esa la razón por la que la liturgia repite hoy el mismo Evangelio del día de Navidad.
Toca el prólogo del Evangelio de Juan. Es un texto lleno de paradojas sobre todo si tenemos en cuenta la realidad de lo ocurrido. Fijémonos en una de sus frases centrales: “Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad.”
Y ahora volvamos la vista al portal de Belén, al pesebre, a aquella doncella que acaba de dar a luz a un niño con la única ayuda de su marido. Están rodeados de pobreza y miseria –lo habitual de aquellos tiempos para la mayoría–. Están en compañía de animales. Nadie les ha querido dar posada. El momento no es feliz ni glorioso. Por mucho que a la hora de “hacer el Belén” todo nos parezca romántico y pongamos lucecitas alrededor. Pasa como en algunas películas, que están muy bien para verlas pero no para vivir realmente esas experiencias. Aquí es lo mismo. El Belén es muy bonito puesto en la entrada de la casa familiar o en una esquina de la iglesia. Pero la realidad tuvo que ser un poco más desabrida.
¿Qué gloria?
Pues bien, ahí, precisamente ahí, es donde nos dice Juan que “hemos contemplado su gloria.” A nosotros lo de la gloria nos cuesta verlo ahí. La gloria están en las ceremonias solemnes, en las multitudes que aclaman, en las grandes liturgias –tanto religiosas como políticas o deportivas–, en el lujo, la ostentación, el poder. Nada, absolutamente nada de eso se encuentra en la escena del nacimiento de Jesús, tal como nos lo narran los evangelios. Y sin embargo, ahí es donde contemplamos su gloria.
El nacimiento de Jesús es sorprendente. Sobre todo si decimos que el que nace es Hijo de Dios. Pero lo que más sorprende es quizá el modo como nace. Lo sorprendente no es que Dios nos venga a hacer una visita a la tierra. Lo que nos saca realmente de nuestras casillas, nos deja sin palabras, confundidos y perturbados, es el modo, la manera como se encarna. Y que sea ahí, en la miseria, la pobreza, la debilidad, la fragilidad, donde se manifiesta la gloria de Dios.
Eso nos saca de nuestras casillas porque resulta que Dios es muy diferente a todo lo que habíamos imaginado. Y a todo lo que seguimos pensando e imaginando. ¿Qué tiene que ver el portal de Belén y lo que allí sucedió con las liturgias que nos encanta hacer en nuestras catedrales y en nuestras parroquias? ¿Dónde está el incienso, las posturas litúrgicas, los cantos solemnes, las oraciones rimbombantes, las teologías profundas? No hay nada de eso. Apenas un niño recién nacido, con toda su belleza ciertamente, pero también con su fragilidad, con su debilidad, con su impotencia. Esa es la gloria de Dios. Ese es Dios. Cualquier cosa menos todopoderoso.
La gloria de Dios, no la nuestra
Si pensamos bien este misterio de la encarnación, tendríamos que cambiar nuestra forma de pensar. Y, más importante aún, nuestra forma de relacionarnos con Dios. Y, por supuesto, como corolario natural, nuestra forma de relacionarnos con nosotros mismos y con nuestros hermanos y hermanas. Si verdaderamente hemos comprendido lo que es la gloria de Dios, la gloria del hijo, lleno de gracia y verdad, entonces deberíamos buscar esa gloria allá donde él la quiso poner y manifestar. Y no donde a nosotros nos gustaría que estuviese o donde pensamos que estuvo o que debería estar.
La gloria de Dios está en los indocumentados, en los enfermos abandonados, en los refugiados, en los niños maltratados, en las mujeres violadas y asesinadas, en los injustamente encarcelados, en las multitudes que viven en la miseria, en los desempleados sin ayuda, en los que duermen en las calles, en los alcohólicos, en los drogadictos... La gloria de Dios está ahí mucho más que en las catedrales y en las solemnes liturgias. Dios, naciendo en Belén y de la forma como lo hizo, rompe nuestros esquemas, nos saca de nuestras casillas de tal manera que hasta el día de hoy, cuando han pasado más de dos mil años, todavía no hemos podido asimilar de verdad lo que significa.
Por eso, conviene que meditemos una y otra vez sobre estos textos. Por eso nos conviene seguir celebrando la Navidad un año tras otro. Algún día lo entenderemos. Y lo sentiremos en el corazón. No hay que desesperar.
Lectura del santo evangelio según san Juan (1,1-18):
En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió. Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz. La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre. Al mundo vino, y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Éstos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios. Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad.
Juan da testimonio de él y grita diciendo: «Este es de quien dije: “El que viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo.”»
Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia. Porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado ha conocer.
Palabra del Señor
COMENTARIO.
En este domingo II después de Navidad seguimos contemplando el misterio del Nacimiento del Hijo de Dios, el misterio de la Encarnación. De esta realidad nos hablan las lecturas de este domingo, aunque, quizás, de un modo críptico. La Sabiduría, de que habla la primera lectura, y la Palabra, de la que habla el Evangelio, es Jesucristo. Por eso lo que os voy a comentar en estas palabras va a ser una relectura comentada del prólogo de San Juan.
"En el principio ya existía la Palabra [Jesucristo], y la Palabra estaba junto a Dios, y la palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios". Comienza este himno resaltando la existencia de la Palabra desde siempre; Jesucristo es eterno. Además dice que era Dios; por tanto desde el comienzo del Evangelio, San Juan deja de manifiesto nuestra fe trinitaria. La fe monoteísta del pueblo judío se ve sorprendida por la presencia de la Palabra, ya anunciada en la figura de la sabiduría del Antiguo testamento.
"Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho". Solemos decir que la Creación es obra de Dios Padre, la redención de Jesucristo y la santificación del Espíritu Santo. Pero también afirmamos que en cada acción de cada una de las persona de la santísima trinidad las otras personas también están presentes. Jesucristo también participó en la creación.
"En la palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió". Jesucristo es la vida del ser humano; sin su persona, sin su mensaje, sin sus valores, el ser humano no puede tener vida plena y eterna. Su vida era la luz de los hombres. Pero él vino a la tiniebla – así ve San Juan al mundo – y, dramática respuesta, la tiniebla no la recibió. El pecado del ser humano, que es oscuro como la tiniebla, no quiso ser iluminado por la luz.
["Surgió un hombre enviado por Dios que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz"]. Se destaca la figura de Juan el Bautista como precursor del Mesías. Se nota que cambia el sentido del himno, por lo que se piensa que este trozo es posterior al resto.
"Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios". El ser hijos de Dios, según este himno no nos viene por el bautismo, sino por el hecho de recibir a Jesús y creer en él. ¡Cuántos bautizados viven sin creer en Jesús, de espaldas a él!. La filiación divina es una filiación espiritual, que no tiene que ver con la sangre ni la carne. Nos dice San Pablo en la segunda lectura, que somos elegidos y destinados, en la persona de Cristo, a ser hijos de Dios.
"Y la palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propio del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad". Llegamos al centro de este texto evangélico. Dios, en Jesús, se hace hombre y pone su tienda entre nosotros, aludiendo a la tienda donde estaba el arca de la Alianza. Dios se viene a vivir con los hombres, a compartir nuestra naturaleza humana. Este el misterio que contemplamos: la gloria del Hijo único del Padre.
["Juan da testimonio de él y grita diciendo: "Este es de quien dije: el que viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo"]. Continúa aquí el texto añadido al original. Habla del testimonio que da Juan el Bautista de la existencia anterior a él de Jesucristo.
["Pues de su plenitud todos hemos recibido gracia tras gracia: porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo"]. Es interesante esta afirmación: por medio de Moisés nos vino la Ley, los mandamientos; pero eso sirve de poco de cara a la salvación, cosa que si creían los judíos. Lo que si vale, la gracia y la verdad, nos vienen por Jesucristo.
["A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer"]. Termina haciendo esta afirmación de la revelación de Jesucristo: es él quien nos da a conocer a Dios, que es el único que le ha visto.
Que la contemplación del misterio de la encarnación, en estos días, nos ayude a comprender mejor a Dios y al ser humano.
Amén
Fuentes:
Fernando Tirres Pérez cmf.
Pedro Crespo Arias
Ángel Corbalán
son poquitos pero tienen una humildad y un corazon que muchos deberian tener, por el sitio y lo que representan. porque al señor se le canta con el corazon y no con sobervia. y el pequeño coro de LA PARROQUIA DE SAN GARCIA ABAD en eso de corazon se hace grande, y eso los hacer ser un gran coro. muchas gracias .p.d
ResponderEliminarme gustaria verlo publicado.
De acuerdo en cuanto a que son humildes y con un corazón grande. Pero, le hace Vd. un flaco favor al coro, si lo compara permenentemente con otros.
ResponderEliminarLa humildad, se aprecia por sí misma. La sobervia es la comparativa.
Me gustaría verlo publicado.