Estamos
casi al final del Año de la Fe proclamado por Benedicto XVI y marcado
por el Sínodo para la transmisión de la Fe y la encíclica la Luz de la Fe,
firmada por el papa Francisco. Aunque sea pronto para apreciar lo que
ha ocurrido este año, no cabe duda de que se está produciendo un
movimiento en la vida un tanto aletargada de los creyentes. Se venía
constatando baja intensidad de vida cristiana, que afecta incluso a la
jerarquía y a la vida religiosa. La
separación de fe y vida hace que nuestras vidas tengan poco que decir a
los no creyentes. La fe no se ha hecho vida. También en el evangelio se
muestra muchas veces la falta de fe o la poca fe no sólo de las muchedumbres sino también de los discípulos.
Ellos mismos se dan cuenta de ello y por eso piden a Jesús que aumente
su fe, su adhesión incondicional a su persona (Lc 17,5-10).
Tanto
Benedicto como Francisco han visto en la excesiva preocupación de la
Iglesia por sí misma la causa de esta situación y tratan de reorientar
el rumbo. La Iglesia está al servicio del Reino de Dios que anunciaba
Jesús. La Iglesia no debe preocuparse de hacer proselitismo para ser más
y tener más poder en la sociedad, sino que debe preocuparse siempre del
hombre concreto. Jesús pone a los discípulos el modelo del servidor.
Esa imagen fue la que empleó Benedicto en su primera aparición apenas
proclamado papa: “soy un humilde trabajador en la viña del Señor”. Como
el servidor, el creyente tiene que hacer todo lo mandado. Y considerar
que es lo más normal, que no tiene nada de extraordinario. El servidor
está para hacer lo que manda su amo. Incluso cuando haya hecho todo muy
bien, continuará siendo siempre un pobre servidor.
Y
como viene siendo habitual, hoy traemos las reflexiones de tres religiosos que
nos hablan en nuestro idioma, del Evangelio de San Lucas, en este Domingo XXVII
del Tiempo Ordinario - Ciclo "C"- .
Lectura del santo evangelio según san Lucas (17,5-10):
En aquel tiempo, los apóstoles le pidieron al Señor: «Auméntanos la fe.»
El Señor contestó: «Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera:
"Arráncate de raíz y plántate en el mar." Y os obedecería.
Suponed que un criado vuestro trabaja como labrador o como pastor;
cuando vuelve del campo, ¿quién de vosotros le dice:
"En seguida, ven y
ponte a la mesa"? ¿No le diréis: "Prepárame de cenar, cíñete y sírveme
mientras como y bebo, y después comerás y beberás tú"? ¿Tenéis que estar
agradecidos al criado porque ha hecho lo mandado? Lo mismo vosotros:
Cuando hayáis hecho todo lo mandado, decid:
"Somos unos pobres siervos,
hemos hecho lo que teníamos que hacer."»
Palabra del Señor
Palabra del Señor
COMENTARIO.
Las Lecturas de este Domingo contienen un llamado a la Fe, a una Fe viva... “capaz de mover montañas” ... o de mover árboles, como nos refiere el Evangelio de hoy.
En el Evangelio de hoy (Lc. 17, 5-10)
los Apóstoles le piden al Señor que les aumente la Fe. Y el Señor les
exige tener al menos un poquito de Fe, tan pequeña como el diminuto
grano de mostaza, para poder tener una Fe capaz de mover árboles de un sitio a otro. Con este lenguaje, el Señor quiere indicarnos la fuerza que puede tener la Fe, cuando es una Fe convencida y sincera.
Nos indica, también, que
la Fe es a la vez don de Dios y voluntad nuestra. O como dice el
Catecismo de la Iglesia Católica: la Fe es una gracia de Dios y es
también un acto humano (cf. CIC #154).
Expliquemos esto un poco
más: La Fe es una virtud sobrenatural infundida por Dios en nosotros.
Es decir: para creer necesitamos algo que siempre está presente: la
gracia y el auxilio del Espíritu Santo. Pero para creer también es
indispensable nuestra respuesta a la gracia divina. Y esa respuesta
consiste en un acto de nuestra inteligencia y de nuestra voluntad, por
el que aceptamos creer.
Sin embargo hay una
desviación muy marcada en nuestros días que consiste en exigir que todo
sea comprobable, verificable, visible. Por cierto, es una desviación
que siempre ha estado presente. No tenemos más que recordar a Santo
Tomás.
Sucedió que este Apóstol
no estuvo presente en la primera aparición de Jesús Resucitado a los
demás discípulos. Y Tomás pidió comprobación, manifestando que se
negaría a creer en la Resurrección de Cristo si no metía sus dedos en
las heridas de las manos y su mano en la abertura del costado de Jesús
Resucitado. Sabemos lo que sucedió: Apareció Cristo una segunda vez y
reprendió fuertemente a Tomás, luego de tomarle la mano para que hiciera
lo que se había atrevido a requerir. (cf. Jn. 20, 19-28)
Ahora bien, los seres
humanos somos muy parecidos a Santo Tomás cuando se trata de verdades
sobrenaturales: requerimos “meter el dedo en la llaga”, sin darnos
cuenta de que practicamos una fe natural que nos lleva a creer cosas
para las que no requerimos comprobación.
Un ejemplo evidente de esta fe natural confiada es la aceptación de nuestros antepasados no conocidos.
¿Quién de nosotros se ha
atrevido a pedir una partida de nacimiento o de defunción para estar
seguro de que tal persona es nuestro abuelo o nuestra bisabuela o
nuestro tío?
Existe, entonces una fe
meramente humana, por la que creemos en algo que se nos dice, como
podría ser una historia, un suceso que se nos relata, o un fenómeno
comprobable científicamente.
Pero hablemos de la Fe con
“F” mayúscula, de la Fe sobrenatural. Esta, que es a la vez gracia de
Dios y respuesta nuestra, nos lleva a creer todo lo que Dios nos ha
revelado y, además, todo lo que Dios, a través de su Iglesia, nos
propone para creer.
Esa Fe tiene diversas e
indispensables consecuencias para nuestra vida espiritual. La Primera y
Segunda Lectura de hoy nos presentan dos consecuencias muy
importantes: la perseverancia en la Fe y la obligación que tenemos de
comunicar esa Fe, a pesar de las circunstancias adversas.
En la Primer Lectura del Profeta Habacuc (Hab. 1, 2-3; 2, 2-4) vemos la preocupación del Profeta por el triunfo de la injusticia. Es una pregunta que siempre está presente en el corazón de los seres humanos. También otros Profetas la hicieron: Jeremías: “¿Por qué tienen suerte los malos y son felices los traidores?” (Jer. 12, 1).
Dios es infinitamente
justo. Pero la justicia de Dios no siempre es clara. Unos 600 años
antes de Cristo, el Reino de Israel se encontraba dividido y los reyes
que lo estaban gobernando eran tan malos, que la situación del pueblo
era desastrosa. Por eso el Profeta Habacuc se atreve a preguntar ¿por
qué deja Yavé que triunfe la injusticia?
¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio, sin que me escuches, y denunciaré a gritos la violencia que reina? ¿Por qué me dejas ver la injusticia y te quedas mirando la opresión? Ante mí no hay más que asaltos y violencias, y surgen rebeliones y desórdenes. Por eso la Ley está sin fuerza y no se hace justicia. Como los malvados mandan a los buenos, no se ve más que derecho torcido” (Hab 1, 2-4).
La respuesta de Yavé es
ciertamente desconcertante: dentro de poco los Caldeos restablecerán el
orden, invadiendo y saqueando todo. Dios va a permitir la acción del
mal para corregir a su pueblo escogido. (cf. Hab. 1, 5-11)
Y Habacuc vuelve a quejarse: ¿por qué Yavé va a realizar su justicia con la invasión de los caldeos? Y ¿por qué miras a los traidores y observas en silencio cómo el malvado se traga a otro más bueno que él?” (Hab 1, 13).
Respuesta de Yavé: algún
día se comprobará que no se trata igual a buenos y malos. El que se
mantenga fiel se salvará. Dios pide la perseverancia en la Fe. Le
asegura que se hará justicia, pero a su tiempo. El problema para
nosotros es que el tiempo de Dios casi nunca coincide con el nuestro.
Y Dios explica algo más al Profeta Ezequiel: “La
gente de Israel dice que la manera de ver las cosas que tiene el Señor
no es justa. ¿No será más bien la de ustedes? Juzgaré a cada uno de
ustedes de acuerdo a su comportamiento. Lancen lejos de ustedes todas
las infidelidades que cometieron, háganse un corazón nuevo y un espíritu
nuevo. Conviértanse y vivirán” (Ez. 18, 29-31).
Después de la anunciada
invasión, el pueblo de Israel fue desterrado a Babilonia. Luego de un
tiempo –un tiempo largo, pues fueron 70 años de exilio- se ve una nueva e
imprevista intervención de Dios: “Los recogeré de todos los países, los reuniré y los conduciré a su tierra” (Ez. 36, 24).
Y eso hizo. Porque Dios
sí está pendiente. En efecto, Yavé suscita a Ciro, Rey de Persia, para
que conquiste a Babilonia y dé libertad al pueblo de Israel cautivo para
que regresen a su tierra.
Pero la acción de Dios es
mucho más profunda. Lo que sucede no es una simple liberación y regreso
del exilio, sino que hace efectiva la conversión del pueblo, conversión
que había pedido a través de Ezequiel. Dios purifica y transforma el
corazón de su pueblo, es decir, lo hace dócil a su Voluntad:
“Los purificaré de
todas sus impurezas y de todos sus inmundos ídolos. Les daré un corazón
nuevo y pondré dentro de ustedes un espíritu nuevo. Quitaré de su
carne ese corazón de piedra y les daré un corazón de carne. Pondré
dentro de ustedes mi Espíritu y haré que caminen según mis mandamientos
... Ustedes serán mi pueblo y Yo seré su Dios” (Ez. 36, 25-28).
Y esta enseñanza es válida
para tods los tiempos, para cualquier circunstancia de la vida del
mundo, de un pueblo, de la Iglesia, de las familias y también de cada
persona en particular. Es una enseñanza muy apropiada para nosotros
hoy, en el momento histórico que vivimos.
Pueda que las cosas se
desarrollen como si Dios no estuviera pendiente, pero es preciso
permanecer confiados en fe. Puede parecer que Dios tarde en
intervenir, pero de seguro su actuación tendrá lugar y se verá, como la
vio el pueblo de Israel.
Dios es el Señor de la
historia y guarda en secreto su manera de gobernar el mundo. Solamente
pide que nos mantengamos fieles hasta el final. El malvado sucumbirá sin remedio; el justo, en cambio, vivirá por su fe (Hab 2, 4).
Y esto que se aplica al pueblo de Israel y a nuestro mundo hoy, también puede aplicarse a nuestra vida personal.
A veces las circunstancias
de nuestra vida, circunstancias difíciles, nos pueden hacer pensar que
el Señor está lejos o, inclusive, que Dios no existe, o que no nos
escucha. La Lectura del Profeta Habacuc nos enseña a esperar el momento
del Señor. El Señor siempre está presente con el auxilio de su Gracia,
aunque en algunos momentos no lo sintamos. En los momentos difíciles
de nuestra vida sepamos esperar el momento del Señor con una Fe
paciente, perseverante y confiada en los planes de Dios... y, sobre
todo, en el tiempo de Dios.
La Segunda Lectura de la Carta de San Pablo a Timoteo (2 Tim. 1, 6-8; 13-14) nos
habla de otro aspecto de la Fe. Digamos que nos habla -más bien- de
una consecuencia de la Fe: la obligación que tenemos de comunicarla.
La Fe, si es verdadera, nos lleva a anunciarla a los demás, a comunicar a
los demás eso que creemos.
En palabras de San Pablo muy conocida de los evangelizadores: “tomar parte en los duros trabajos del Evangelio, según las fuerzas que Dios nos dé”. Dicho en otra traducción: “compartir los sufrimientos por la predicación del Evangelio, sostenido por la fuerza de Dios”.
Ahora bien, la segunda
traducción, más en línea con el escrito de San Pablo a su discípulo
Timoteo, indica que muchas veces, como era el caso de los tiempos de San
Pablo, quien se encontraba preso por predicar el Evangelio y quien le
recordaba a Timoteo el sacrificio de Cristo, hay que estar dispuesto a
sufrir cuando se vaya a dar testimonio de la Fe. Porque, como dice San
Agustín, pueda que muchos están dispuestos a hacer el bien, pero pocos
en sufrir los males.
Para eso tenemos la seguridad de la gracia, porque “el Señor no nos ha dado un espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de buen juicio”.
Fortaleza para no flaquear
en la firmeza en la fe. Amor para desear defender y comunicar esa fe,
no importa las circunstancias. Y buen juicio, para hacerlo con
prudencia, pero sin temor.
Agradezcamos al Señor el
don de la Fe y respondámosle con nuestro granito de mostaza para que El
pueda darnos una Fe inconmovible, indubitable, una Fe confiada y
paciente que sabe esperar el momento del Señor, y una Fe viva y activa,
valiente y fuerte, que no teme ser anunciada, aunque haya riesgos.
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