Si la semana pasada Jesús se dirigía expresamente a sus
discípulos, enseñándoles cómo se debe orar, en esta se dirige a “algunos” que
se tienen por justos, se sienten muy seguros de sí mismos y, lo que es peor,
desprecian a los demás. Esos “algunos” no hay que buscarlos lejos, podemos ser
también nosotros, los propios discípulos de Jesús. Por eso, las palabras que
nos dirige tenemos que acogerlas como una invitación a revisar cómo nos
relacionamos con los demás, especialmente desde el punto de vista moral y
religioso.
Y como viene siendo habitual, hoy traemos las reflexiones de
tres religiosos que nos hablan en nuestro idioma, del Evangelio de San Lucas,
en este Domingo XXX del Tiempo Ordinario - Ciclo "C".
Lectura
del santo evangelio según san Lucas (18,9-14).
En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por justos, se
sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta
parábola: «Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un
publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: "¡Oh Dios!, te
doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni
como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que
tengo." El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a
levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: "¡Oh
Dios!, ten compasión de este pecador." Os digo que éste bajó a su casa
justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el
que se humilla será enaltecido.»
Palabra del Señor
COMENTARIO.
Las Lecturas de hoy continúan la línea de los anteriores domingos: nos hablan de la oración. Esta vez, de una oración humilde. Y al decir humilde, decimos “veraz”; es decir, en verdad... pues -como decía Santa Teresa de Jesús- “la humildad no es más que andar en verdad”.
¿Y cuál es nuestra verdad?
Que no somos nada... Aunque creamos
lo contrario, realmente no somos nada ante Dios. Pensemos solamente de quién dependemos para
estar vivos o estar muertos. ¿En manos
de Quién están los latidos de nuestro corazón?
¿En manos nuestras o en manos de Dios?
Hay que reflexionar en estas cosas para poder darnos cuenta
de nuestra realidad, para poder “andar en verdad”. Porque a veces nos pasa como al Fariseo del
Evangelio (Lc. 18, 9-14), que no se daba
cuenta cómo era realmente y se atrevía a presentarse ante Dios como perfecto.
El mensaje del
Evangelio es más amplio de lo que parece a simple vista. No se limita a indicarnos que debemos
presentarnos ante Dios como somos; es decir, pecadores... pues todos somos
pecadores ... todos sin excepción.
La exigencia de humildad en la oración no sólo se refiere a
reconocernos pecadores ante Dios, sino también a reconocer nuestra realidad
ante Dios. Y nuestra realidad es que
nada somos ante Dios, que nada tenemos que El no nos haya dado, que nada podemos
sin que Dios lo haga en nosotros. Esa
“realidad” es nuestra “verdad”.
Comencemos hablando del primer aspecto de la humildad al
orar: el reconocer nuestros pecados ante
Dios. A Dios no le gusta que pequemos,
pero debemos recordar que cuando hemos pecado, El está continuamente esperando
que reconozcamos nuestros pecados y que nos arrepintamos, para luego
confesarlos al Sacerdote.
Recordemos que hay otro pasaje del Evangelio que nos dice
que hay más alegría en el Cielo por un pecador que se convierta que por 99 que
no pecan (Lc. 15, 4-7). Así es el Señor
con el pecador que reconoce su falta... sea cual fuere. Pues puede ser una falta grave o una falta
menos grave. O bien un defecto que hay
que corregir.
Pero si tomamos la posición del Fariseo del Evangelio, y
ante Dios nos creemos una gran cosa :muy cumplidos con nuestras obligaciones
religiosas, muy sacrificados, etc., etc., y pasamos por alto aquel defecto que
hace daño a los demás, o aquel engreimiento que nos hace creernos muy buenos, o
aquella envidia que nos hace inconformes, o aquel resentimiento que nos
carcome, o aquel escondido reclamo a Dios que impide el flujo de la gracia
divina, nuestra oración podría ser como la del Fariseo.
Podríamos, entonces, correr el riesgo de creernos muy buenos y en realidad estamos pecando de ese pecado que tanto Dios aborrece: la soberbia, el orgullo.
La verdad es que la virtud de la humildad es despreciada en
este tiempo. En nuestros ambientes más
bien se fomenta el orgullo, la soberbia y la independencia de Dios,
olvidándonos que Dios “se acerca al humilde y mira de lejos al soberbio” (Salmo
137).
Por eso dice el Señor al final del Evangelio: el que se
humilla (es decir aquél que reconoce su verdad) será enaltecido (será levantado
de su bajeza). Y lo contrario sucede al
que se enaltece. Dice el Señor que será
humillado, será rebajado.
Pero decíamos que este texto lo podemos aplicar también a la
humildad en un sentido más amplio. Si
nos fijamos bien los hombres y mujeres de hoy nos comportamos como si fuéramos
independientes de Dios. Y muchos podemos
caer en esa tentación de creer que podemos sin Dios, de no darnos cuenta que
dependemos totalmente de Dios... aún para que nuestro corazón palpite.
Entonces... ¿cómo podemos ufanarnos de auto-suficientes, de
auto-estimables, de auto-capacitados?
Nuestra oración debiera más bien ser como la de San Agustín:
“Concédeme, Señor, conocer quien soy yo y Quien eres Tú”. Pedir esa gracia de ver nuestra realidad, es
desear “andar en verdad”.
Y al comenzar a “andar en verdad” podremos darnos cuenta que
nada somos sin Dios, que nada podemos sin El, que nada tenemos sin El. Así podremos darnos cuenta que es un engaño
creernos auto-suficientes e independientes de Dios, auto-estimables y
auto-capacitados.
Y como criaturas dependientes de El, debemos estar atenidos
a sus leyes, a sus planes, a sus deseos, a sus modos de ver las cosas. En una palabra, debemos reconocernos
dependientes de Dios.
Podremos darnos cuenta que nuestra oración no puede ser un
pliego de peticiones con los planes que nosotros nos hemos hecho solicitando a
Dios su colaboración para con esos planes y deseos. Podremos darnos cuenta que nuestra oración
debe ser humilde, “veraz”, reconociéndonos dependientes de Dios, deseando
cumplir sus planes y no los nuestros, buscando satisfacer sus deseos y no los
nuestros.
Sobra agregar que los planes y deseos de Dios son muchísimo
mejores que los nuestros. “Así como
distan el Cielo de la tierra, así distan mis caminos de vuestros caminos, mis
planes de vuestros planes” (Is. 55, 3)
Reconociéndonos dependientes de Dios, nuestra oración será
una oración humilde y, por ser humilde, será también veraz.
Podrá darse en nosotros lo que dice la Primera Lectura
(Eclo. o Sir. 35, 15-17; 20-22): “Quien sirve a Dios con todo su corazón es
oído ... La oración del humilde atraviesa las nubes”. Es decir quien se reconoce servidor de Dios,
dependiente de Dios y no dueño de sí mismo, quien sabe que Dios es su
Dueño, ése es oído.
En la Segunda Lectura (2 Tim. 4, 6-8; 16-18) San Pablo nos habla de haber “luchado bien el
combate, correr hasta la meta y perseverar en la fe”, y así recibir “la corona merecida, con la que
el Señor nos premiará en el día de su advenimiento”. Condición indispensable para luchar ese
combate, para correr hasta esa meta, perseverando en la fe hasta el final, es
-sin duda- la oración. Pero una oración
humilde, entregada, confiada, sumisa a la Voluntad de Dios.
Reflexionemos, entonces: ¿Nos reconocemos lo que somos ante
Dios: creaturas dependientes de su
Creador? ¿Somos capaces de ver nuestros
pecados y de presentarnos ante Dios como somos: pecadores? ¿Es nuestra oración
humilde, veraz? ¿Oramos con humildad,
entrega y confianza en Dios? ¿Reconocemos que nada somos ante El?
Entonces, ante esta verdad-realidad del ser humano, nuestra
oración debiera una de adoración. Y…
¿qué es adorar a Dios?
Es reconocerlo como nuestro Creador y nuestro Dueño. Es reconocerme en verdad lo que soy: hechura
de Dios, posesión de Dios. Dios es mi
Dueño, yo le pertenezco. Adorar,
entonces, es tomar conciencia de esa dependencia de El y de la consecuencia
lógica de esa dependencia: entregarme a El y a su Voluntad.
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