sábado, 15 de octubre de 2011
"...Y a Dios lo que es de Dios.". (Evangelio dominical)
El evangelio de hoy recuerda uno de los pasajes más citados y manipulados a lo largo de la historia del cristianismo: el de la pregunta por la licitud del tributo (Mt 22, 15-21). Una pregunta que dirigen a Jesús los discípulos de los fariseos junto con los herodianos.
Comienzan con una larga captación de benevolencia en la que proclaman la sinceridad del que reconocen como Maestro: “Sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad”. Pero inmediatamente le plantean la trampa que pretenden tenderle: “¿Es lícito pagar impuestos al César o no?”
Es fácil descubrir el sentido de la emboscada. Si Jesús opina que no se debe pagar tributo al emperador se acerca peligrosamente al grupo de los celotes y se coloca fuera de la ley. Si aconseja pagarlo se atraerá automáticamente los recelos de las gentes, que a todas luces se sienten oprimidas por la ocupación romana.
Como en otras ocasiones, traemos tres explicaciones para esta parábola del Evangelio de San Mateo (22,15-21) de este domingo 29 del tiempo ordinario.
A Dios y al César
Si los fariseos y los herodianos se han aliado para pillar a Jesús, puede pensarse que la situación de éste es desesperada y sin salida. De hecho, la alianza de los dos grupos no puede ser más antinatural: los fariseos, partidarios del sistema teocrático judío, no podían aceptar ninguna forma de colaboración con el poder pagano de los romanos. Los herodianos, por el contrario, eran colaboracionistas sin escrúpulos, que trataban de sacar ventajas de la ocupación. La actitud hacia el impuesto al César indicaba bien a las claras la posición de cada uno. La trampa era perfecta: si Jesús aceptaba el pago del impuesto, era un enemigo de Dios, un blasfemo, un renegado que no aceptaba el único reinado de Yahvé. Si rechazaba al impuesto podía ser acusado de sedición y rebeldía contra el poder establecido. En los dos casos había causa contra él, que es lo que, en el fondo, interesaba a unos y otros: encontrar un motivo para acusarlo y quitarlo de en medio.
Las dos posiciones, más allá de las peculiaridades culturales de la época, expresan tendencias universales, presentes de un modo y otro en todo tiempo. La tendencia teocrática quiere someter todo el orbe de la actividad humana al poder religioso, negando todo espacio de autonomía para el hombre, la que el mismo Dios le ha dado en el acto de la creación. El fundamentalismo es una religión excesiva, asfixiante, que se niega a reconocer la madurez del hombre y el ejercicio de su libertad responsable. La otra tendencia diviniza idolátricamente realidades humanas, demasiado humanas: el poder político, la riqueza económica, el éxito social. A esos ídolos han de sacrificarse todas las demás realidades, incluidas las más sagradas, como la fe, la propia conciencia, la justicia, la caridad.
Que estos dos extremos viciosos se unan contra Jesús da que pensar. Por una lado, no es infrecuente que formas del mal entre sí contradictorias unan sus fuerzas para lograr sus turbios objetivos: carentes de escrúpulos, para ellas el fin justifica los medios. Pero, por el otro, no es que la verdad se encuentre en un mediocre término medio, hecho de compromisos. Al contrario, Jesús no se inclina ante el poder, pero tampoco gusta de imposiciones, ni siquiera en nombre de Dios. En su respuesta, sencillamente genial, no sólo sale del aprieto en que querían ponerle, sino que, además, nos muestra meridianamente qué significa la libertad del Hijo de Dios, una libertad que, por ser también hijo del hombre, quiere compartir con nosotros. Jesús no necesita negar al hombre para afirmar a Dios, ni negar a Dios para afirmar la libertad del hombre, sino que su afirmación de Dios es la perfecta confirmación de la libertad responsable del hombre y de su ámbito de autonomía.
LO PRIMERO, LA VIDA
La exégesis moderna no deja lugar a dudas. Lo primero para Jesús es la vida, no la religión. Basta analizar la trayectoria de su actividad. A Jesús se le ve siempre preocupado por suscitar y desarrollar, en medio de aquella sociedad, una vida más sana y más digna.
Pensemos en su actuación en el mundo de los enfermos: Jesús se acerca a quienes viven su vida de manera disminuida, amenazada e insegura, para despertar en ellos una vida más plena.
Pensemos en su acercamiento a los pecadores: Jesús les ofrece el perdón que les haga vivir una vida más digna, rescatada de la humillación y el desprecio.
Pensemos también en los endemoniados, incapaces de ser dueños de su existencia: Jesús los libera de una vida alienada y desquiciada por el mal.
Como ha subrayado J. Sobrino, «pobres son aquellos para quienes la vida es una carga pesada pues no pueden vivir con un mínimo de dignidad». Esta pobreza es lo más contrario al plan original del Creador de la vida. Donde un ser humano no puede vivir con dignidad, la creación de Dios aparece allí como viciada y anulada. No es extraño que Jesús se presente como el gran defensor de la vida ni que la defienda y la exija sin vacilar, cuando la ley o la religión es vivida «contra la vida».
Ya han pasado los tiempos en que la teología contraponía «esta vida» (lo natural) y la otra vida (lo sobrenatural) como dos realidades opuestas. El punto de partida, básico y fundamental es «esta vida» y, de hecho, Jesús se preocupó de lo que aquellas gentes de Galilea más deseaban y necesitaban que era, por lo menos vivir, y vivir con dignidad. El punto de llegada y el horizonte de toda la existencia es «vida eterna» y, por eso, Jesús despertaba en el pueblo la confianza final en la salvación de Dios.
A veces los cristianos exponemos la fe con tal embrollo de conceptos y palabras que, a la hora de la verdad, pocos se enteran de lo que es exactamente el Reino de Dios del que habla Jesús. Sin embargo, las cosas no son tan complicadas. Lo único que Dios quiere es esto: una vida más humana para todos y desde ahora, una vida que alcance su plenitud en su vida eterna. Por eso, nunca hay que dar a ningún César lo que es de Dios: la vida y la dignidad de sus hijos.
¿QUE ES CREER EN DIOS?
Enseñas el camino de Dios Se habla a veces de manera tan superficial sobre las cuestiones más importantes de la vida, y se opina con tal ignorancia sobre la religión, que hoy se hace necesario aclarar, incluso, las cosas más elementales. Por ejemplo, ¿qué significa creer en Dios?
En el lenguaje ordinario, «creer» puede encerrar significados bastante diferentes. Cuando digo «creo que lloverá», quiero decir que «no sé con certeza, pero sospecho, intuyo... que lloverá». Cuando digo «te creo», estoy diciendo mucho más: «me fío de ti, creo en lo que tú me dices». Si alguien dice «yo creo en ti», está diciendo todavía algo más: «yo pongo mi confianza en ti, me apoyo en ti». Esta expresión nos acerca ya a lo que vive el que cree en Dios.
Cuando una persona habla «desde fuera», sin conocer por experiencia personal lo que es creer en Dios, piensa, por lo general, que la postura del creyente es, más o menos, ésta: «No sé si Dios existe, y no lo puedo comprobar con certeza, pero yo pienso que sí, que algo tiene que existir.» De la misma manera que uno puede creer que hay vida en otros planetas, aunque no lo pueda saber con seguridad.
Sin embargo, para el que vive desde la fe, «creer en Dios» es otra cosa. Cuando el creyente dice a Dios «yo creo en Ti», está diciendo:
«No estoy solo, Tú estás en mi origen y en mi destino último;
Tú me conoces y me amas;
Tú no me dejarás nunca abandonado, en Ti apoyo mi existencia; nada ni nadie podrá separarme de tu amor y comprensión. »
Esta experiencia del creyente tiene poco que ver con la postura del que opina «algo tiene que haber». Es una relación vital con Dios: «Yo vengo de Dios, voy hacia Dios. Mi ser descansa y se apoya en ese Dios que es sólo amor.»
Por eso, para creer, lo decisivo no son las «pruebas» a favor o en contra de la existencia de Dios, sino la postura interior que uno adopta ante el misterio último de la vida. Nuestro mayor problema hoy es no acertar a vivir desde «el fondo» de nuestro ser. Vivimos por lo general, con una «personalidad superficial», separados del «fondo». Y esta pérdida de contacto con lo más auténtico que hay en nosotros, nos impide abrirnos confiadamente a Dios y nos precipita en la soledad interior.
Lo triste es que ese vacío que deja la falta de fe en Dios, no puede ser sustituido con nada. Podemos hacer que nuestra vida sea más agradable poniendo en marcha algunos resortes sicológicos. Pero nada puede aportar la estabilidad y salud interior que experimenta el creyente:
«Mi pasado pertenece a la misericordia de Dios,mi futuro está confiado a su amor,sólo queda el presente para vivirlo de manera agradecida.»
Según el relato evangélico, unas gentes se acercan a Jesús con estas palabras: «Sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad. » Esa debería ser hoy una de nuestras tareas: ser sinceros y ayudarnos unos a otros a descubrir el verdadero «camino de Dios».
VÍCTIMAS
La pregunta que hacen a Jesús algunos sectores fariseos, confabulados con partidarios de Antipas, es una trampa preparada con astucia para ir preparando un clima propicio para eliminarlo: «¿Es lícito pagar impuesto al César o no?».
Si dice que es lícito, Jesús quedará desprestigiado ante el pueblo y perderá su apoyo: así será más fácil actuar contra él.
Si dice que no es lícito, podrá ser acusado de agitador subversivo ante los romanos que, en las fiestas de Pascua ya próximas, suben a Jerusalén para ahogar cualquier conato de rebelión contra el César.
Antes que nada, Jesús les pide que le muestren «la moneda del impuesto» y que le digan de quién es la imagen y la inscripción. Los adversarios reconocen que la imagen es del César como dice la inscripción: Tiberio César, Hijo augusto del Divino Augusto. Pontífice Máximo. Con su gesto, Jesús ha situado la pregunta en un contexto inesperado.
Saca entonces una primera conclusión. Si la imagen de la moneda pertenece al César, «dad al César lo que es del César». Devolvedle lo que es suyo: esa moneda idolátrica, acuñada con símbolos de poder religioso. Si la estáis utilizando en vuestros negocios, estáis ya reconociendo su soberanía. Cumplid con vuestras obligaciones.
Pero Jesús que no vive al servicio del emperador de Roma, sino "buscando el reino de Dios y su justicia" añade una grave advertencia sobre algo que nadie le ha preguntado: «A Dios dadle lo que es de Dios». La moneda lleva la "imagen" de Tiberio, pero el ser humano es "imagen" de Dios: le pertenece sólo a él. Nunca sacrifiquéis las personas a ningún poder.
Defendedlas.
La crisis económica que estamos viviendo en los países occidentales no tiene fácil solución. Más que una crisis financiera es una crisis de humanidad. Obsesionados sólo por un bienestar material siempre mayor, hemos terminado viviendo un estilo de vida insostenible incluso económicamente.
No va a bastar con proponer soluciones técnicas. Es necesaria una conversión de nuestro estilo de vida, una transformación de las conciencias: pasar de la lógica de la competición a la de la cooperación: poner límites a la voracidad de los mercados; aprender una nueva ética de la renuncia.
La crisis va a ser larga. Nos esperan años difíciles. Los seguidores de Jesús hemos de encontrar en el Evangelio la inspiración y el aliento para vivirla de manera solidaria. De Jesús escuchamos la invitación a estar cerca de las víctimas más vulnerables: los que están siendo sacrificados injustamente a las estrategias de los mercados más poderosos.
Lectura del santo evangelio según san Mateo (22,15-21):
En aquel tiempo, se retiraron los fariseos y llegaron a un acuerdo para comprometer a Jesús con una pregunta.
Le enviaron unos discípulos, con unos partidarios de Herodes, y le dijeron:
«Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad; sin que te importe nadie, porque no miras lo que la gente sea. Dinos, pues, qué opinas: ¿es licito pagar impuesto al César o no?»
Comprendiendo su mala voluntad, les dijo Jesús: «Hipócritas, ¿por qué me tentáis? Enseñadme la moneda del impuesto.»
Le presentaron un denario. Él les preguntó: «¿De quién son esta cara y esta inscripción?»
Le respondieron: «Del César.»
Entonces les replicó: «Pues pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.»
Palabra del Señor
Comentario.
El dinero fácilmente pone en compromiso. Si lo retienes junto a ti promocionando el ahorro, te compromete ante los otros como tacaño. Si lo distribuyes dadivoso, te compromete como derrochador. Y aquellos discípulos de los fariseos y partidarios de Herodes habían sido enviados para comprometer a Jesús; qué mejor para hacerlo, qué más comprometedor, que con argumento de dinero.
En la abundancia las cuentas se revisan menos que en la escasez, cuando la precariedad provoca que toda moneda, por pequeña que sea, se estime necesaria. El tributo del César exigido al pueblo no pedía de lo sobrante, que no había, sino de lo necesario; por eso, venía a agravar la pobreza de los pobres. Pero el ciudadano tiene unos deberes tanto en lo mucho como en lo poco y, aunque el sentido común nos dice que tiene que dar más el que más tiene, no siempre sucede así (más bien pocas veces).
El impuesto al Estado venía molestando: al César, previsiblemente insatisfecho siempre con el caudal de la recaudación; al pueblo, que tenía que sufrir la carga. Por eso, la pregunta a Jesús pedía una respuesta que se pusiera del lado del Estado, con menoscabo de los pequeños y humildes, o del lado del pueblo, con sospecha de sedición y rebeldía. Aquí está la comprometedora situación en la que intentaron encerrar a Jesucristo con la mediación del dinero.
El dinero tiene la huella de su propietario: en la antigüedad evangélica el Estado Imperial, en la actualidad en entramado económico muchas veces más poderoso que el mismo Estado. Pero este pasaje evangélico no remite principalmente ni al dinero ni a la obligación de pagar los impuestos. Desde antiguo, los judíos y después los cristianos tenían presente el hacer oración por los gobernantes. La oración comprometía con un actuar por el bien del Estado, acatando las normas exigidas desde el gobierno (siempre que no atentaran contra la ley de Dios).
La moneda está sellada con la efigie del César; pero el César, creado a imagen de Dios, tiene en sí la huella de Dios. Por tanto, la moneda es del César y el César es de Dios. El hombre pone su cuño sobre las cosas que maneja, aunque en última instancia procedan de Dios Creador. La creación tiene la huella divina, pero de una manera singular el ser humano, el único hecho a imagen y semejanza suya. Hay mucha menos similitud entre la efigie de la moneda y el César, que entre el hombre y su Creador. Si el César reconoce su posesión por tener la impronta de su figura, tanto más Dios se alegra Dios reconociendo a sus hijos, que ya no tienen su imagen grabada, sino que son imagen suya.
El César, el gobernante, el que ejerce cualquier cargo de autoridad... no puede hacer pertenencia suya aquellos que tiene bajo su responsabilidad, porque no son suyos; es más, debe descubrir en ellos la imagen de Dios, que revela su origen, que son imagen suya, y maravillarse de aquella presencia divina y servir a Dios mismo sirviéndolos a ellos.
El dinero no nos compromete a nada. Compromete Dios, del cual somos hijos y herederos, somos suyos, y compromete todo humano, que es imagen de Dios. Cualquier caudal, cualquier don pone con compromiso con Dios y los hermanos. Si su uso provoca olvido del primero, consecutivamente lo provocará del segundo. No contribuyo con el César por su grandeza, sino por su servicio; porque tomó oficio de siervo para hacer memoria de Dios en sus súbditos, que son sus hermanos. ¿Y quién no se ha creído César alguna vez, aunque haya sido sobre sí mismo?
Fuentes:
Iluminación Divina
Luis Eduardo Molina Valverde
José María Vegas, cmf
José A. Pagola
Ángel Corbalán
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